Brunhilde Pomsel
Secretaria en el Ministerio de Propaganda alemán bajo la dirección de Joseph Goebbels, Brunhilde Pomsel (1911-2017) contempló tanto el esplendor y el ocaso del nazismo como el silencio cómplice de la mayoría de sus compatriotas. Afiliada al Partido poco después de que Hitler llegara al poder, por interés más que por convicción (necesitaba asegurarse un puesto en la Reichsrundfunk, la radio oficial del Reich),
en 1942 la trasladaron al Ministerio para la Ilustración Pública y Propaganda y allí permaneció, en la antesala del despacho del temido Goebbels, rodeada por la cúpula del nacionalsocialismo, hasta la rendición de Berlín en mayo de 1945.
A pesar de que su propia casa fue destruida durante los bombardeos aliados,
Pomsel no abandonaría su puesto junto al ministro ni siquiera en los últimos días de la guerra, cuando Hitler vivía en el búnker, las tropas soviéticas se apoderaban barrio a barrio, casa a casa, de las calles de Berlín, y apenas quedaban provisiones para subsistir. Incluso se ofreció para tejer la bandera de la capitulación oficial en lugar de aprovechar la ocasión para huir, como hicieron muchos de los nazis que la acompañaban.
Durante los siguientes setenta años guardó silencio, hasta que decidió explicarse en el documental
Ein deutsches Leben [Una vida alemana] (2013), origen de
Mi vida con Goebbels (Lince Ediciones), su libro de memorias. Reordenado cronológicamente y corregido por Thore D. Hansen,
esta polémica obra plantea al lector el problema de la responsabilidad personal en tiempos inciertos, coincidiendo con la nueva ola de fascismo, nacionalismo y populismo que parece estar barriendo Occidente. ¿Qué haríamos si nuestro futuro y el de los nuestros dependiera de no querer saber demasiado? Cuando murió, con más de cien años, la secretaria de Goebbels aún no tenía otra respuesta que su propia vida.
Berlín, ciudad abierta
La aventura nazi de Brunhilde Pomsel comenzó casi sin querer, a finales de 1932, cuando su novio le presentó a un viejo amigo, el periodista Wulf Bley, que estaba preparando sus memorias y necesitaba una secretaria. Congeniaron rápidamente, así que Bley le abrió las puertas de la radio y, más adelante, del Ministerio de Propaganda de Goebbels. Escritor y locutor, Bley se había afiliado al partido nazi en 1931 y fue la voz de la gran procesión de antorchas que cruzó la Puerta de Brandemburgo el 30 de enero de 1933 y, más tarde, la de los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936.
Con su ayuda, Pomsel comenzó a disfrutar de la ciudad de los museos y los cabarets, “una ciudad abierta, llena de vida, con muchísimo que ofrecer. Para la gente con dinero, se entiende. Para los judíos ricos. Para quien tenía dinero había mucho que hacer”. Claro que también descubrió el otro rostro de la ciudad, el del paro y la miseria, el de las calles rebosantes “de parados y mendigos. Los que vivíamos en un buen barrio no los veíamos, pero había zonas enteras sumidas en la miseria, y eso nadie lo veía ni lo quería ver. Mirábamos todos hacia otro lado”.
El hombre nuevo
En ese ambiente, con una sociedad también atribulada por el paro, las consecuencias de primera posguerra mundial y el cuestionamiento de valores de todo tipo, llegaron las elecciones de 1933 y el triunfo del Partido Nazi. En
Mi vida con Goebbels Pomsel recuerda cómo, cuando Hitler fue nombrado canciller, el país entero salió a la calle: “Los más fanáticos fueron a celebrarlo a la Puerta de Brandemburgo. Solo recuerdo a Hitler asomándose a la ventana de la cancillería. Había gente por todos lados, una verdadera marabunta, y el gentío gritaba como lo hace hoy en los partidos de fútbol. Nosotros también. Y en mitad de toda aquella exaltación, las masas te empujaban y te separaban y te sentías la persona más feliz del mundo por haber sido testigo de aquel acontecimiento histórico. Yo estaba entre los que gritaron de júbilo aquel día, lo confieso. Por aquel entonces Hitler no era más que un hombre nuevo”.
Y todo comenzó a cambiar: se multiplicaron los altercados en las calles y comenzaron las persecuciones aunque, para la mayor parte del pueblo alemán, no ocurriese nada. “Pasabas de largo y listo. Y si mis hermanos iban a las Juventudes Hitlerianas y vestían camisas pardas, en fin, qué más me daba. Las calles estaban cada vez más llenas de hombres de las SA, aunque eso tampoco nos incomodaba. No les prestábamos la menor atención”, afirma en el libro la secretaria de Goebbels, que reconoce que acabó afiliándose al partido sin que nadie la obligase.
Sí, como ella misma admite, la mayoría de los jóvenes “nos sentimos liberados [...] La gente estaba convencida de que había llegado el gran líder”.
Los comercios judíos iban desapareciendo, también los disidentes, pero a nadie parecía importarle. Y sí,
había detenciones, vecinos que huían a otros países, pero casi nadie quería saber qué estaba pasando en realidad. La propia Pomsel confiesa en el libro que la primera vez que oyó hablar de los campos de concentración le dijeron que allí solo metían a gente pendenciera o crítica con el gobierno. La excusa oficial era que no había necesidad de encarcelarlos, y que por eso los enviaban a los campos, para reeducarlos, así que todos parecieron aceptar esa explicación, y “no le dio nunca más vueltas”.
Luego vendrían años de trabajo rutinario en la radio estatal primero y en el Ministerio de Propaganda después, siempre de la mano de su amigo Bley.
Pomsel llegó a cenar mano a mano con Goebbels, y le acompañó a una función de teatro sin que el líder nazi le dirigiese la palabra en momento alguno.
Fue incluso parte de su comitiva en un acto oficial en el que le vio transformarse. Así lo evocaría después: “Aquel discurso fue un verdadero arrebato, un arrebato de locura. Como si dijera: por mí podéis hacer lo que os dé la gana. Y entonces, como si una avispa hubiera picado a cada uno de los oyentes, el público se volvió loco y empezó a gritar y patalear. Se hubieran arrancado los brazos encantados. El estruendo fue insoportable. A mi lado, mi compañera se estrujaba las manos.
A las dos se nos cortó la respiración de puro terror. No tanto por Goebbels ni por la reacción del público, sino por la mera posibilidad de aquel delirio común”.
Mientras Alemania se extasiaba con los nazis, la guerra había cambiado su rumbo y el Tercer Reich se precipitaba a la derrota. El trabajo de Pomsel consistió entonces en exagerar la maldad del enemigo, mientras todo el Ministerio de Propaganda se afanaba en minimizar las pérdidas y en inventar increíbles victorias que anestesiaron al pueblo alemán, feliz en su inconsciencia. Las últimas semanas las pasaría escondida en el búnker del partido, en Berlín... Y,
setenta años después, seguía preguntándose cómo todo pudo ocurrir.
@nmazancot