"No cabía duda, con la vejez, además de no ver bien, estaba empezando a quedarse sordo. ¡Virgen Santa! Tal vez podría soportar ir por ahí con gafas de cristales de culo de botella, pero de ninguna manera con trompetilla. Mejor sería, llegados a ese punto, retirarse a una residencia". Así reflexiona el comisario Salvo Montalbano en La pirámide de fango, el último título publicado estos días en España de la serie sobre el policía siciliano escrita por Andrea Camilleri. E insiste: "En ese preciso instante comprendió el motivo de su mal humor. Estaba llevando el caso con el mismísimo entusiasmo con el que firmaba los papeles de la comisaría. Sí, interrogaba a gente y a veces se exponía a que le dieran algún mamporro que otro, pero era como si el verdadero Montalbano se hubiera ido a otro lado y hubiera cedido el control a una mala copia de sí mismo, incapaz de hacer conexiones y deducciones atrevidas, sin iniciativa, sin pasión, sin vitalidad...".
Y es que, para el personaje creado por el decano de la novela negra, Camilleri cumple en unos meses los 93, también pasan los años, y no para mejor. Desde hace unos cuantos títulos, Montalbano, que frisa o supera los sesenta, coquetea con los temores a la edad y teme no ser ya adecuado a los tiempos modernos caracterizados por los cambios rápidos y radicales. Quizá su olfato y sus maneras chapadas a la antigua se han quedado obsoletos en un mundo de criminalidad globalizada en el que las modernas tecnologías a las que el comisario se siente incapaz de sumarse se revelan, en ocasiones, imprescindibles. Ya lo advertía el propio Camilleri, que asegura tener guardado en un cajón el final definitivo del comisario, "Montalbano se está haciendo viejo y lo lleva mal". Sin embargo, el propio Montalbano pone freno a sus temores charlando consigo mismo. "Levántate, vete a trabajar y no me toques más los cojones".
El icónico policía siciliano pertenece a una especie en extinción que lleva alimentando las páginas de la novela negra o policíaca durante varias décadas. Y quizás ha llegado su definitivo ocaso. ¿Se avecina un nuevo paradigma en el género inaugurado por Edgar Allan Poe? Con su Auguste Dupin investigando los crímenes de la calle Morgue (de hecho, la palabra detective la inventó él), el norteamericano abrió una brecha por la que se colaron multitud de personajes de características similares, como el imprescindible Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle o el entrañable y exasperante Hércules Poirot de Agatha Christie.
Tras estos detectives del intelecto, presentes en las novelas anglosajonas de corte decimonónico, o abiertamente victorianas, con características como una capacidad de observación extrema, torpeza para comportarse en sociedad o conocimientos profundos y compartimentados; llegaría una nueva especie de detectives fundadores de la tradición hard-boiled originada en Estados Unidos. La novela propiamente "negra", liderada por personajes como el Philip Marlowe de Raymond Chandler, el Sam Spade de Dashiell Hamett, e incluso el Bernie Gunther de Philip Kerr o el Jules Maigret de Georges Simenon tomó otros tintes en los que se incluían aspectos de clara denuncia social, la aparición de la violencia y el sexo, y un amplio panorama de los bajos fondos urbanos.
De superdotados a antihéroes
Pero a partir de los 70, una serie de escritores comenzaron a cambiar los tópicos tradicionales de la novela negra, anclada en la convención de un detective singular, cínico y estrafalario que permanece inmutable sin acusar el paso del tiempo. Personajes como el Kurt Wallander de Henning Mankell o el Pepe Carvalho de Vázquez Montalbán, a los que se pueden añadir algunos más recientes como el Fabio Montale de Jean Claude Izzo, el Kostas Jaritos de Petros Márkaris o el Harry Bosch de Michael Conelly, invirtieron la imagen de tipo duro e indestructible sustituyéndola por el héroe problemático, un ser sufriente y apesadumbrado por el mal que acusa el paso del tiempo y los estragos dolorosos del envejecimiento: achaques, diabetes, jubilación y melancolía por una vida que se consume con fatal realismo.
Así le ocurre al veterano investigador escocés John Rebus, que en treinta años, desde su primera aparición en Nudos y cruces, ha pasado de inspector insubordinado, irascible y huraño a viejo policía jubilado, incapaz de aceptar su desastrosa y solitaria nueva situación. "El bar Oxford estaba casi vacío y John Rebus tenía la sala trasera para él solo. Ya no era policía, hacía un mes de su jubilación. ¿Cómo le iba, lo llevaba bien? -A la mierda- farfulló para sus adentros y apuró su cuarta IPA. Ya era hora de irse a casa. Cuatro eran muchas. Su médico le había dicho que lo dejara del todo y Rebus pidió una segunda opinión. -También debería dejar de fumar- le había dicho el doctor. Rebus sonrió al recordarlo".
Y es que John Rebus sigue siendo el mismo, claro. Ahora que ya está en los sesenta, bebe casi lo mismo, a veces más, tiene el mismo gusto por los problemas, el mismo odio por las jerarquías; es un misántropo profesional con mucho a cuestas, menos ilusiones, si es que alguna vez las tuvo. Como explica Ian Rankin, incapaz de dejarlo fuera de sus historias, como en Perros salvajes, o la última, Mejor el diablo, "realmente John Rebus no puede dejar de ser detective, es incapaz. La policía ya no lo necesita y no tiene donde meterlo dentro de su estructura, pero él no va a parar de investigar. Ser detective es lo único que sabe hacer y además tiene un papel tan importante en su vida, que sin ese elemento, se reduce al pub, a su casa y a nada más".
Representantes de una época
Como vemos, otro detective de la vieja escuela, incapaz de morir si no es con las botas puestas. Lo que no quiere decir que quizá no sea hora de un relevo. "Quizá es cierto que los escritores de novela negra deberíamos pensar más en el futuro de nuestros personajes porque son personas que envejecen y tienen problemas de salud", concede Rankin, "por lo que quizá deberíamos tener algo planeado para el final. Quizá debería escribir una con el final atado, guardarlo en un cajón y que mi mujer la publique cuando yo me muera". Así ha hecho Camilleri.
Pero además de la tipología de los héroes, las novelas negras de las últimas décadas comparten un elemento que podría propiciar un cambio en su enfoque, en su finalidad. Todos los escritores de este género coinciden en un aspecto que explica el cubano Leonardo Padura, y es que, a través de sus personajes, pueden radiografiar la sociedad, una sociedad que, en casi todos los casos, se extingue en cierto sentido con sus criaturas literarias. "Murió Vázquez Montalbán y murió Mankell, escritores que trataban, como yo, de hacer literatura con la novela policial. Para eso fueron muy importantes los personajes que creamos", opina Padura.
"Nuestros detectives parecen tener una vida en la realidad. Ese paso de la literatura a la realidad es una demostración de hasta qué punto estos personajes han sido representativos de una época, de una manera de sentir y de entender la vida". Por eso, para el premio Princesa de Asturias, "Carvalho es una de las expresiones de la Transición española. Wallander es una encarnación de la decadencia del modelo de la perfección socialdemócrata escandinava. Y Conde, de alguna forma, es la manifestación del desencanto cubano".
Una experiencia insustituible
Un desencanto opresivamente patente en la última novela del escritor, La transparencia del tiempo, donde la melancolía crónica de su detective Mario Conde se confunde con la de una sociedad cubana que se desmorona y viaja a la deriva hacia un futuro en el cual "una de las aspiraciones fundamentales de la gente, vivir mejor, no sé si será o cuándo será posible". "La evidencia de una cantidad tajante, incluso de sonoridad obscena (sesenta, sesenta, algo se desinfla y estalla, sse-sssen-ta), se le había presentado como una ratificación incontestable de lo que su físico (rodillas, cintura, y hombros oxidados; hígado envuelto en grasa; pene cada vez más perezoso) y su espíritu (sueños, proyectos, deseos mitigados o para siempre extraviados) iban sintiendo desde hacía algún tiempo: la obscena llegada de la vejez... ¿De verdad ya era un viejo?".
Y es que, como explica Padura, "cuando uno tiene sesenta años empieza a mirar el pasado con una mirada en la que inevitablemente aparece la nostalgia. Empiezas a sentir que tus capacidades físicas, de asombro, de riesgo, no son las mismas. Y eso permea la mirada que estableces con respecto a todo lo que te rodea, a las personas y a la misma sociedad". Esa mirada es la que refleja su personaje, portavoz de una generación "que creyó en el sacrificio, se sacrificó y en la mayoría de los casos no han tenido ese futuro perfecto".
¿Es entonces quizá el momento de dejar de lado a estos viejos detectives, observadores, víctimas y protagonistas de todos los cambios sociales de las últimas décadas? Es posible. Lo que está claro es que, como hemos visto, ellos, tan duros de pelar, no lo van a poner fácil. Mientras tanto, con achaques y dificultades seguirán siendo los cronistas infatigables de una realidad que la sociedad muchas veces no quiere ver de forma tan cruda. Además, como dice Rankin aludiendo a Rebus, "esa experiencia no se puede desaprovechar".