Utopías del 68
Antonio Elorza
4 mayo, 2018 02:00Cartel anónimo de México del 68 que puede verse estos días en la galería La Caja Negra de Madrid
La letra de una de las más populares canciones de Georges Moustaki, Le temps de vivre, de 1970, anuncia que "todo puede cambiar un día" y, más aún, que "todo es posible, todo está permitido". Es la primera cita con la que se topará el lector al abrir Utopías del 68. Se podían haber elegido otras muchas para expresar, no ya solo esa idea, sino el mismo sentimiento, la misma ilusión y, digámoslo ya, el mismo desafío. Quizá la más conocida de esas expresiones fue la que lanzó con gran éxito Bob Dylan algunos años antes, en 1964. Lo suyo sí que era toda una advertencia y no tardó en hacerse realidad: "el presente ahora / Será luego pasado / El orden está / Rápidamente desapareciendo / Y el primero ahora / Será el último después / Porque los tiempos están cambiando".Bien es verdad que esa nueva realidad revolucionaria sería una llamarada, tan deslumbrante como efímera. Incluso sería más preciso sustituir el concepto de realidad por su antónimo, la utopía, con lo que de paso nos acercamos al planteamiento que nos va a ocupar. El 68 sería en efecto, más que un estallido revolucionario clásico (que, como veremos, en ciertos aspectos o en algunos lugares también lo fue), la última gran convulsión utópica que atraviesa el mundo. Como dice el subtítulo del libro, una conmoción que desborda las fronteras y los esquemas de un mundo bipolar: de París y Praga a China y México. Y aún sería necesario añadir: también Estados Unidos, Italia, Camboya y hasta la España de Franco.
Para todos esos ámbitos hay, en mayor o menor medida, unas reflexiones en este denso recorrido por un año que, al final, resulta ser mucho más que un año: una fecha emblemática que, como si fuera una percha, recoge las insatisfacciones de un período histórico, la larga posguerra tras 1945, y canaliza e impulsa las aspiraciones de unas nuevas generaciones. El 68 solo se puede entender en ese amplio contexto, como un espíritu o aspiración que rompe el espacio de las delimitaciones geográficas convencionales, pero también, como acertadamente alega el autor, en esta ocasión no solo es el espacio sino también el tiempo quien cobra protagonismo y se convierte en motor de los acontecimientos: es el orden -en su más amplio sentido, político, social, económico y cultural- de toda una época el que se pone en cuestión.El 68 puede ser definido como auténtico "árbol de las utopías" con ramas y frutos como los jemeres rojos o sendero luminoso
El lector ya podrá colegir de estos apuntes iniciales que el uso del singular es un recurso cómodo que no puede encubrir por más tiempo una realidad multiforme y extraordinariamente compleja. Ni la insatisfacción ni el ansia de cambio antedicho pueden conjugarse como si de una aspiración homogénea se tratara. Más bien lo contrario. Todo sucede en plural: los revolucionarios no aspiran a lo mismo, por citar el caso más elemental, en París que en Praga. Pero hay mucho más, porque en EE.UU. la guerra de Vietnam introduce un fundamental factor de distorsión o, casi sería mejor decir, de cauce a los anhelos de transformación, que se tiñen de ribetes pacifistas. ¿Y qué decir entonces de la revolución cultural china? Desde la primera página se nos alerta de que el sustrato común que el analista tiene la obligación de detectar ha de conciliarse con el estallido de distintas propuestas tan heterogéneas que a veces son incompatibles o contradictorias. Por decirlo en términos contundentes, no hay un 68 sino múltiples 68, que germinan durante los años anteriores, se extienden a lo largo de la década prodigiosa y se prolongan mucho más allá de ella, hasta los estertores del propio siglo XX.
En consonancia con ello, resulta pertinente establecer al principio un esquema, "Mapa utópico del 68", que muestra los diversos ámbitos, pero también los préstamos e influencias que se desarrollan entre los diversos proyectos utópicos. A veces esas corrientes son menos obvias de lo que en principio podría pensarse. Así, el único movimiento de todos los que se estudian que es fruto de la determinación de un solo hombre (la revolución cultural de Mao), se extiende, como podía ser previsible, a la Camboya de los Jemeres Rojos, pero también a mundos tan distintos como el Perú de Sendero Luminoso o incluso, mucho más parcialmente, a la insurgencia indigenista de México (Chiapas). Bien puede hablarse, pues, de un auténtico "árbol de las utopías" con ramas y frutos de la más diversa índole. Y, curiosamente, si puede decirse que el tronco se asentó sobre una tierra fértil para el utopismo, no es menos cierto que el árbol en cuestión se secó rápidamente. O lo hicieron secar -por lo general- las autoridades establecidas, que reaccionaron al desafío con estrategias no coordinadas pero a la postre altamente eficaces.
El libro de Elorza no es solo una exposición de las diversas algaradas, tendencias sociales (sobre todo juveniles) y enfrentamientos políticos que tuvieron lugar de un confín a otro del planeta. Sobre esa base, el autor tranza una historia intelectual del período, por lo menos en lo tocante a los ideólogos de la revolución, los que reinterpretaron a Marx, Lenin, Stalin o Mao: los Marcuse, Althusser, Negri, Touraine, Debord y tantos otros, sin olvidar a los activistas, de Cohn-Bendit a Dutschke. Y aún habría que añadir una historia cultural, con múltiples menciones a la nueva ética -y estética- que abrieron en especial la música, el teatro y el cine.
Frente a otras obras que hablan de un triunfo póstumo del espíritu del 68, Elorza es mucho más escéptico o, si se prefiere, más cauto. Es verdad, reconoce, que en la moral y otros aspectos culturales o básicamente formales (indumentaria, costumbres, música, vida cotidiana, sexualidad) el 68 supuso un cambio y hasta podría hablarse de huracán revolucionario. Pero lo que se produjo muy pronto, ya desde la crisis de 1973, fue un proceso de reestructuración a escala mundial que nada tenía que ver con las expectativas del 68. Por el contrario, al final, hasta lo que parecía intocable, empezando por el propio Estado del bienestar, entró en una aguda crisis. No fue el comienzo de un mundo nuevo sino el refugio en los recovecos de lo establecido. De ahí "la sustitución generalizada del espíritu utópico por una moral de adecuación".