Conversaciones entre amigos
Sally Rooney. Foto: Jonathan Lloyd Davies
Sally Rooney cultiva pequeñas sorpresas que siembra como minas terrestres. Son sorpresas que tienen que ver con la conducta y la psicología, con personajes que hacen zig cuando uno esperaba que hagan zag, pasando de la pasividad a la agresión repentina. Los cuatro protagonistas de Conversaciones entre amigos, su primera novela, son tan hiperconscientes de las normas sociales como los poetas que emplean el verso libre de la métrica. La autora irlandesa de 26 años toma un camino similar en lo que se refiere a las convenciones narrativas (“la otra mujer”, la carta de amor), burlándolas y trastornándolas con un resuelto encanto. Rooney ha confeccionado una novela titulada Conversaciones entre amigos en la que las comillas no aparecen ni una sola vez. En algunas obras de ficción, la decisión de presentar los diálogos sin signos de puntuación que los distingan puede resultar afectada. En este caso, pone de relieve que la conversación no es un mero componente de la historia, sino la materia misma de la novela. Al igual que en A contraluz, de Rachel Cusk (Libros del Asteroide, 2016), para estos personajes la realidad no se vive tanto como se cuenta. Que el propio mundo tome forma a través del diálogo significa que no puedes construir tu experiencia solo. Participas en un sistema, incluso aunque no aceptes todas sus reglas. Conversaciones entre amigos plantea si es posible mantener conexiones auténticas con las personas en el contexto de unas estructuras deficientes que todo lo abarcan, como el capitalismo, el patriarcado y un demoníaco ménage à quatre. La novela sigue los pasos de dos estudiantes: Frances, una poeta comunista de 21 años, y Bobbi, su mejor amiga y ex amante, una radical temeraria. En una performance de spoken word conocen a Melissa, una artista mayor y con una trayectoria más consolidada, y a su marido Nick, actor de profesión. El cuarteto se sumerge en una dinámica enrevesada, vigorosa e inquieta. Frances empieza por acostarse con Nick, al tiempo que Melissa se enamora poco a poco de la magnética Bobbi, que corresponde su interés, pero que se vuelve cada vez más posesiva con su antigua novia Frances. Las estudiantes saborean su enajenación al tiempo que codician la riqueza, la estabilidad y la fama menor de la pareja. Melissa y Nick se sienten atraídos por la juventud de las chicas, por su vigor. Se diría que los cuatro protagonistas viven toda su vida entre comillas (otra razón para que la autora no las despliegue selectivamente para indicar los diálogos). La frontera entre la manera de presentarse a sí mismos y su mundo interior parece tan evanescente como el humo que inhalan sin parar delante de los bares de moda de Dublín. “Podemos acostarnos, si quieres”, dice Frances a Nick, “pero deberías saber que solo lo hago irónicamente”. Cuando Melissa invita por primera vez a Frances y a Bobbi a su casa, Frances está “nerviosa, lista para el desafío... preparando ya los cumplidos y algunas expresiones faciales”. “Me divertía hacer el papel de chica sonriente que recordaba cosas”, confiesa. “Bobbi me dijo que pensaba que yo no tenía ‘verdadera personalidad', pero que me lo decía como un cumplido”.
Sally Rooney ha hecho lo imposible en la era de Trump. Con esta novela ha rescatado el ego como objeto de fascinaciónLa pasividad de Frances la lleva a maltratar y traicionar a sus amigos basándose en la teoría de que, en realidad, no tiene poder para hacerlo. El origen de este complicado acto de autorización radica en la aversión por sí misma. “Mi cara era anodina”, dice en una de sus muchas “conversaciones” miserables con el espejo. En cambio, describe a Nick como “luminosamente atractivo”, a Bobbi como “deslumbrantemente atractiva”, y a Melissa como peligrosamente carismática. “Cuando alguien te gusta, piensas que es especial”, le dice Bobbi a su amiga, y con ello diagnostica la cualidad que hace de Frances una compañera de aventuras siempre dispuesta al mismo tiempo que una narradora nata. La propia Rooney es aguda y sensible. Puede que haya clavado a estas frágiles criaturas a una tabla con un alfiler, pero su mirada no es cruel. Bobbi, Frances, Nick y Melissa brillan en la cháchara encantadora y las revelaciones vacilantes y vulnerables. Conversaciones entre amigos se desarrolla en la Irlanda expoliada por la crisis financiera de 2008, un país en el que las viejas constantes -el catolicismo, la poesía nacional, el alcoholismo- aparecen fugazmente como estelas y vestigios. Nick comenta con desdén que “nadie a quien le guste Yeats es capaz de experimentar intimidad humana”. Melissa, por su parte, considera que las celebraciones religiosas “consuelan como un sedante”. “Son comunitarias”, dice a las jóvenes. “El neurótico individualista encuentra algo bonito en ello”. Su fe es tan inoperante y teórica como el comunismo de Frances, que no lleva a ninguna parte. Si las antiguas formas han perdido su poder, otras nuevas las han reemplazado. Frances estaba cada vez más “locamente enamorada de la casa en la que vivían [Nick y Melissa]”. “Admiraba en secreto los costosos utensilios que tenían en la cocina”, prosigue, “de la misma manera que me gustaba ver a Nick moler el café tan poco a poco que en su superficie se formaba una oscura película de espuma”. La adornada frase no hace ningún esfuerzo por separar la fascinación por los costosos aparatos de la sensualidad del café y la espuma oscura. Frances aprende que la riqueza facilita el placer. Su relación con el marido de Melissa la introduce también a algo más, a un poder emocional que brilla y da la vuelta con cada frase de la charla. “Eres muy fácil de complacer”, le dice Nick en determinado momento. Ella le devuelve la puya. “En realidad, no tanto. [...] Lo que pasa es que sé que te gusta cuando estoy ahí tumbada diciéndote lo maravilloso que eres”. Si el disfrute de los bienes de lujo es una especie de romance, el romance mismo es una transacción comercial en la que la ventaja cambia de mano. Rooney ha hecho lo imposible en la era deTrump. Ha rescatado el ego como objeto de fascinación. Frances ansía la aprobación de Melissa, la escritora de éxito, y se consuela en sus momentos bajos recordando lo inteligente que es. “No había hecho nada ni tenía posesiones que demostrasen que era una persona seria”, reflexiona. Por eso siempre intenta impresionar a los presentes, proyectar la sensación de que es interesante. Rooney da a esta sed juvenil de elogio y atención la forma de una especie de exploración de lo que significa ser un individuo -de ser un yo digno de ser tenido en cuenta-, pero también de reflejo en un espejo. Frances mortifica su ego operísticamente, perforándose la carne, privando de alimento a su cuerpo, ignorando sus terribles dolores menstruales. “Sufres”, observa Bobbi con su característico talante enigmático, a lo cual Frances responde con ironía: “Todo el mundo sufre”. Debe existir un punto medio entre el narcisismo y tanta abnegación, entre la obsesión y la negación, otra de las actitudes que Frances tantea. “No siento nada con respecto a si te follas a tu mujer o no”, le insiste a Nick. “No es un tema que me provoque emociones”. Encuadrar los hechos cardinales de la propia vida como meros “temas” de conversación equivale a trasladarlos sin riesgos al ámbito de lo teórico, de lo abstracto; a proteger las emociones tras una cascada de palabras que suenen inteligentes. Aunque Frances jamás lo admitirá, Rooney destapa a una joven que sufre para hacer las paces con las creencias, los deseos y los sentimientos que le pertenecen. Conversaciones entre amigos brilla con una retórica controlada, pero acaba destacando las verdades que estallan en los silencios. © New York Times Book Review