Donald Trump mostrando una gráfica con la bajada de la bolsa estadounidense
Steve Bannon puede fechar el comienzo de la “revolución” de Trump. El pasado mayo, cuando le entrevisté en Roma para CNN, explicó que los orígenes de la victoria de Trump podían remontarse a hace 10 años, durante la crisis financiera de 2008. “La implosión de los mercados de capitales mundiales nunca se ha aclarado verdaderamente”, me dijo. “La mecha que se encendió entonces y que acabó dando pie a la revolución de Trump es la misma que se ha visto en Italia” (Italia acababa de celebrar unas elecciones en las que las fuerzas populistas habían obtenido el 50 % de los votos). Adam Tooze (Londres, 1967) seguramente estaría de acuerdo. Es un historiador económico de la Universidad de Columbia que ha escrito un detallado relato sobre las convulsiones financieras y sus consecuencias. Si el periodismo es el primer borrador de la historia, el libro de Tooze es el segundo. Tooze, un distinguido académico con un profundo conocimiento de los mercados financieros, sabe que es un reto adquirir perspectiva respecto a acontecimientos que no han terminado aún. Pero aun así, él ha aportado una inteligente explicación sobre los mecanismos que provocaron la crisis y sobre la respuesta a la misma. Hoy seguimos viviendo con las secuelas de ambos. Como a menudo ocurre con los desplomes financieros, resultó que tanto los mercados como los expertos se habían centrado en cosas equivocadas, ciegos ante el verdadero problema. Hacia 2007, muchos advertían de la peligrosa fragilidad del sistema. Pero les preocupaban la deuda y los gigantescos déficits presupuestarios estadounidenses, disparados como consecuencia de las rebajas fiscales de Bush y el aumento del gasto tras el 11-S. Era un enfoque comprensible. La década anterior había estado sembrada de quiebras debidas a que el país se había endeudado en exceso y sus acreedores habían acabado por perder la fe en él. En concreto, a muchos les inquietaba la identidad del principal acreedor extranjero de Estados Unidos: el Gobierno chino. Pero no fue una venta masiva de deuda estadounidense por parte de China lo que desencadenó la crisis, sino más bien, como afirma Tooze, un problema “completamente inherente al capitalismo Occidental: un colapso de Wall Street provocado por las hipotecas basura titulizadas”. Tooze lo denomina a propósito un problema del “capitalismo Occidental”. Cuando comenzó, muchos le echaron la culpa a Washington. En septiembre de 2008, mientras Wall Street ardía, el ministro de Economía alemán, Peer Steinbruck, explicaba que el hundimiento se centraba en Estados Unidos por el “simplista” y “peligroso” planteamiento liberalista de ese país. El ministro de Economía italiano le aseguró al mundo que su sistema bancario era estable porque “no hablaba inglés”. En realidad, esto eran sandeces. Una de las grandes fortalezas del libro de Tooze es que demuestra la naturaleza profundamente entrelazada de los sistemas financieros europeo y estadounidense. En 2006, los bancos europeos generaron un tercio de los títulos hipotecarios privados más arriesgados de Estados Unidos. Hacia 2007, dos tercios del papel comercial emitido estaban sufragados por una entidad financiera europea. La enorme expansión del sistema financiero mundial había sido en gran medida un proyecto transatlántico, en el que los bancos europeos se embarcaron en busca de nuevas fuentes de beneficios con el mismo entusiasmo y avaricia que sus homólogos. Los reguladores europeos se mostraron tan ciegos ante la acumulación de problemas como sus equivalentes estadounidenses, lo que causó problemas de escala similar. “Entre 2001 y 2006”, escribe Tooze, “Grecia, Finlandia, Suecia, Bélgica, Dinamarca, Reino Unido, Francia, Irlanda y España experimentaron expansiones inmobiliarias mayores que las que vivió Estados Unidos”. Pero la crisis la resolvió principalmente Washington. Eso reflejó en parte el sistema financiero posterior a la Guerra Fría, en el que el dólar se había convertido en la moneda global hiperdominante y, en consecuencia, la Reserva Federal se había convertido verdaderamente en el banco central del mundo. Pero Tooze muestra también de manera convincente que el Banco Central Europeo gestionó mal las cosas desde el principio. La Reserva Federal actuó con energía y de forma ingeniosa, convirtiéndose en último recurso de los maltrechos bancos, no solo estadounidenses. Como señala Tooze, aproximadamente la mitad del respaldo de liquidez proporcionado por la Reserva Federal durante la crisis fue a parar a bancos europeos. Antes del rescate, e incluso en sus primeras fases, la economía mundial estaba cayendo en un abismo sin fondo. En los primeros meses que siguieron al pánico en Wall Street, el comercio y la producción industrial mundiales cayeron al menos tan rápidamente como en los primeros meses de la Gran Depresión. Los flujos de capital mundiales descendieron en un pasmoso 90%. La Reserva Federal, con alguna ayuda de otros bancos centrales, detuvo este descenso. El estímulo fiscal de Obama también contribuyó a parar la caída. Tooze señala que casi todos los análisis serios del estímulo concluyen que desempeñó una función positiva y significativa. De hecho, la mayoría de los expertos opinan que se retiró demasiado pronto. Y por último, destaca que China, con su propio estímulo gigantesco, creó un oasis de crecimiento en una economía mundial por lo demás estancada. El rescate funcionó mejor de lo que casi todos imaginaban. Vale la pena recordar que no se cumplió ninguno de los peligros profetizados con seguridad por legiones de escépticos. No hubo ventas masivas de dólares ni de deuda pública estadounidense, ni hiperinflación, ni recesión superior al 10 %, ni desplome de China. Los bancos estadounidenses se estabilizaron y de hecho prosperaron, las familias comenzaron a ahorrar de nuevo, y el crecimiento volvió de manera lenta pero segura. La élite gobernante no previó la crisis, de igual modo que pocas elites las han previsto en los siglos de existencia del capitalismo. Pero una vez que se produjo, muchos -en especial en Estados Unidos- actuaron con rapidez e inteligencia, y gracias a ello se evitó otra Gran Depresión. Bannon tiene razón. La crisis reunió muchas fuerzas que ya estaban presentes en cualquier caso -estancamiento de los salarios, aumento de la desigualdad, ira contra la inmigración y, sobre todo, una profunda desconfianza hacia las élites y el Gobierno- y las exacerbó. La consecuencia ha sido la oleada de nacionalismo, proteccionismo y populismo que vivimos hoy en Occidente. La confirmación de esto puede encontrarse en uno de los principales países occidentales que no padeció una crisis financiera y en el que apenas hay populismo: Canadá. El hecho sigue siendo que ningún gobierno gestionó la crisis mejor que el de Estados Unidos, que actuó de un modo sorprendentemente bipartidista a finales de 2008 y con una política coordinada casi a la perfección entre el Gobierno saliente de Bush y el entrante de Obama. Y sin embargo, la reacción negativa a los rescates ha producido mayores consecuencias en Estados Unidos. Tooze señala en su último capítulo que los expertos están estudiando las nuevas vulnerabilidades de una economía global con muchos participantes nuevos, en especial el gigante de Pekín. Pero en lugar de al reto de una China emergente nos enfrentamos a un problema muy distinto: un Estados Unidos errático e impredecible, dirigido por un presidente que parece inclinado a rehacer o incluso eliminar la arquitectura básica del sistema construido minuciosamente desde 1945. ¿Cómo manejará el mundo este giro inesperado? ¿Cuál será su resultado? Esta es la crisis actual que nosotros experimentaremos y que los historiadores analizarán en breve. © New York Times Book Review