Eduardo Mendoza. Foto: Antonio Moreno
Ambientada a finales de los sesenta y principios de los setenta, la nueva novela de Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) es, por así decir, muy de Eduardo Mendoza, con ese protagonista que va por la vida como pluma al viento o como antihéroe barojiano. El rey recibe cuenta en primera persona unos años en la vida de Rufo Batalla, joven barcelonés a quien le van pasando muchas cosas sin que en realidad le pase gran cosa: conoce gente, viaja, se forma opiniones muy válidas que luego no se traducen en nada tangible, tiene novias sin que cuaje ninguna relación satisfactoria, y en general va tirando mientras recibe información más o menos mediatizada sobre el mundo. Cuando lo conocemos, Rufo ejerce de reportero sin descollar en entusiasmo, y al final lo despedimos ocupando una plaza provisional en la delegación de la Cámara de Comercio española en Nueva York. El libro, primera parte de una trilogía que se titulará Las tres leyes del movimiento, no aspira a conducirnos a ningún lugar concreto, simplemente va avanzando porque no queda otra, y desemboca en un cierre melancólico que, de hecho, apenas es un cierre. Esta naturaleza un poco errabunda de la narración es, por si alguien lo dudaba, su mayor virtud y la garantía de su modernidad.Ya lo hemos insinuado, y además sabemos que es un cliché cuando se habla de Mendoza, pero habrá que insistir en que esta podría ser una novela de Baroja, al menos desde cierto punto de vista. Al mismo tiempo, no deja de ser el reverso escéptico y fatalista (concebido desde y contra el recuerdo de un país que apostaba por el desarrollismo como forma de frenar el desarrollo, menuda paradoja, y para el que hasta la entropía era algo demasiado moderno) de la narrativa posmoderna que caracterizó aquellos mismos años en que está ambientado. Aunque, en realidad, con decir que el autor es Eduardo Mendoza todo esto ya estaba dicho, es el ADN que lo ha convertido en un clásico. En todo caso, se pueden añadir dos cosas: una, que El rey recibe es estupenda, Mendoza at his best. Y otra, que la novela confirma la resonancia en nuestros días de los años setenta y de las experiencias de aquella generación en la experiencia contemporánea.
El rey recibe es una novela cuya sustancia es la historia y que sin embargo arranca en el Hotel Formentor de Mallorca, un lugar donde la historia (quiero decir, sus protagonistas) lleva décadas acudiendo para descansar de sí misma y olvidar que lo es. Es más, lo primero que leemos aquí es la crónica, convenientemente paródica, de una boda de postín que habría tenido lugar en ese establecimiento: está escrita con el mismo lenguaje de florido pensil que la prensa española gastaba en la época, un estilo que tenía interiorizado como objetivo monomaníaco obviar cualquier síntoma de que la historia seguía en marcha. El texto está constantemente puntuado por citas ajenas que aparecen sin consignar su origen, formando casi un collage paralelo: no todas son fáciles de identificar e incluyen pasajes de poetas consagrados, máximas amorales de predicadores americanos, fragmentos de cultura popular, villancicos...
Pues bien, es revelador que las dos primeras que introduce Mendoza, una encabezando el libro y otra en la tempranísima página 13, corresponden al Tarzán de Edgar Rice Burroughs y a Herodoto: esta pareja de baile no sólo nos habla de la mezcla de alta y baja cultura, un tópico a fin de cuentas, sino también del papel importante de la materia histórica y del modo indirecto, desde los márgenes y desde la imaginación, con el que se la convocará. Para rematar estas sutilezas acerca de los vínculos entre lo narrativo y lo histórico, la trama central de El rey recibe se centra en la relación que irá desgranándose entre el protagonista y el príncipe Tukuulo, heredero del trono de Livonia, territorio desaparecido en el magma de los repartos europeos. En plena Guerra Fría, el empeño de este personaje entre pícaro y aristócrata por presentarse como aspirante a restaurar la vieja monarquía familiar lo convierte en un espejo paródico que, pese a todo, le ofrece a Rufo Batalla su única posibilidad de conectar con los grandes hechos y sacudirse la mediocridad.
Porque Batalla, como cualquiera de nosotros, es un perfecto irrelevante en el concierto del mundo. Tanto en su vida barcelonesa bajo el franquismo, como en sus viajes a Berlín o Praga con el comunismo acechando, a nuestro hombre le tienta imaginarse investigado, espiado o sospechoso para las autoridades, y llega a calificarse como "actor de reparto" de la historia... Pero al lector ese término ya le parece exagerado. Luego, cuando se recicla en neoyorquino (escapando de un peligro que intuimos inexistente) y eso le permite asistir al nacimiento del movimiento gay, al auge hippy y a otros cambios sociales sustanciales, nunca logra engañarse del todo a sí mismo: "me sentía partícipe de algo importante y, al mismo tiempo, era consciente de no pintar nada, puesto que no arriesgaba nada ni recogía ningún fruto".
En una escena memorable, los funcionarios españoles destinados en Manhattan reciben la visita de los príncipes Juan Carlos y Sofía, y lo único que eso provocará son corrillos en los que se les critica o ensalza, charla o tal vez charleta, y la admiración un poco vergonzante de alguna amante ante la fotografía del acto. ¿Actores "de reparto"? Figurantes y va que chuta.
Para un lector más o menos joven (digamos, uno que esté en algún punto de la treintena o agotando sus veinte años), acercarse a El rey recibe puede ser una forma inesperada de corroborar la tesis del filósofo Mark Fisher según la cual vivimos de algún modo atrapados en el siglo XX, sometidos a una cancelación del futuro. Los conflictos presentes en El rey recibe reverberan todavía hoy, sin que las promesas abiertas o incluso parcialmente cumplidas se hayan concretado del modo pleno que se hubiera deseado; de hecho, muchas de ellas se han visto tajantemente rebatidas.
Es curioso que la editorial haya decidido utilizar para la portada del libro al gato Fritz, personaje emblemático del arte de Robert Crumb y de la contracultura norteamericana de los setenta. Rufo Batalla intuye la contracultura, la acaricia y se hace sus pequeñas ilusiones, siempre sin comprometerse con ella (ni con nada, en realidad). Por otra parte, el narrador señala el atentado contra Carrero Blanco como "el inicio de la democracia en España, en la medida en que fue un rito iniciático, el cambio de la edad inocente a la edad culpable", lo que da la medida de lo desorientada y mal pertrechada que la nueva generación llegó a la Transición, y tal vez explique por qué los chistes sobre un atentado de 1973 han sido materia judicial todavía en 2018. A falta de saber por dónde transitará Rufo Batalla en las siguientes dos entregas de la trilogía, tal vez el resumen perfecto de la atmósfera moral que atraviesa la nueva novela de Eduardo Mendoza sean estas palabras de Valentina, española refugiada en Nueva York, amante de Batalla, mujer tan libre como cabía serlo en sus coordenadas: "Nadie se hace cargo de lo suyo". Una lección tajante que acaban aprendiendo todas las generaciones.
@Nadal_Suau