(De izq. a dcha.), Greta Garbo, Vivien Leigh y Keira Knightley: tres rostros para Ana Karenina

"¿Cómo se hace para mostrar lo invisible?", se pregunta Umberto Eco al comienzo de este texto, uno de los quince que componen A hombros de gigantes, el volumen de sus charlas en el festival Milanesiana que ahora lanza Lumen. En él, Eco habla de los personajes novelescos, los seres de ficción. Y subtitula: "Por qué es falso que Ana Karenina viviera en Baker Street".

Los personajes de la narrativa no solo son inventados y, por lo tanto, el sentido común nos dice que inexistentes (y lo que no existe no puede ser visto), sino que, además, son invisibles porque se expresan no mediante imágenes, sino mediante palabras, y a menudo ni siquiera son descritos con gran riqueza de detalles físicos.



No obstante, estos personajes existen en cierto modo fuera de las novelas que nos los han presentado y reviven por medio de infinitas imágenes de todo tipo. Y es que algunos personajes ficticios han llegado a ser muy visibles mediante las numerosas representaciones que de ellos hemos hecho fuera de los textos donde nacieron. ¿Qué significa para el personaje creado por un texto vivir fuera de él? Bien pensado, no es problema baladí.



Tolstói no nos dice gran cosa del aspecto físico de Ana Karenina, excepto que era hermosa y fascinante. Releamos: "Vronski […] sintió la necesidad de mirarla una vez más, no solo porque fuese sumamente bella, ni por la elegancia y sencilla gracia evidentes en toda su figura, sino porque, al pasar junto a él, había notado en la expresión de su rostro encantador algo singularmente acariciante y dulce. […] Sus ojos grises, brillantes, que las tupidas cejas hacían parecer oscuros, se fijaron con amistosa intención en él, como si le reconociese. […]"



La descripción podría aplicarse a Sophia Loren, Nicole Kidman, Michelle Obama o Carla Bruni. Y sabemos cuántas Kareninas nos ha proporcionado la tradición. No está mal para un ser invisible.



En 1860, cuando Alexandre Dumas viajaba por mar para reunirse con Garibaldi en Sicilia, se detuvo en Marsella y visitó el Château d'If donde su Edmond Dantès, antes de convertirse en el conde de Montecristo, había estado encarcelado durante catorce años y era visitado en su celda por el abad Faria. Dumas descubrió durante su visita que a los visitantes se les enseñaba la celda de Montecristo y los guías hablaban de él y de Faria como si fueran personajes históricos y, en cambio, ignoraban que en aquel mismo castillo había estado encarcelado un personaje real como Mirabeau.Y Dumas comenta en sus memorias: "Crear personajes que matan a los de los historiadores es un privilegio de los novelistas. La razón es que los historiadores evocan simples fantasmas, mientras que los novelistas crean personajes de carne y hueso".



Roman Ingarden dijo que en términos ontológicos los personajes ficticios están subdeterminados, es decir, que conocemos pocas propiedades suyas; en cambio, los personajes reales están completamente determinados y estamos en condiciones de indicar cualquier diferencia de ellos. Creo que se equivocaba: en realidad, nadie puede enumerar todas las propiedades de un individuo, ya que son potencialmente infinitas, mientras que las propiedades de un personaje de ficción están rigurosamente limitadas por el texto que habla de ellas.



De hecho, yo conozco a Renzo Tramaglino mejor que a mi padre. De mi padre ignoro e ignoraré para siempre quién sabe cuántos episodios de su vida, cuántos pensamientos secretos y nunca comunicados, cuántas ansias ocultas, cuántos temores y cuántas alegrías no manifestadas, de modo que, al igual que los historiadores de Dumas, seguiré imaginando cosas de este querido fantasma. En cambio, de Tramaglino sé todo lo que debería saber, y lo que Manzoni no me dice es irrelevante para mí, para Manzoni y para Renzo como personaje.



¿Es exactamente así? Justamente porque nos habla de cosas inventadas, que por tanto nunca se han producido en el mundo real, una afirmación novelesca debería ser siempre falsa. Y no obstante no consideramos mentiras las afirmaciones novelescas, ni acusamos a Homero o a Cervantes de mentirosos. Sabemos muy bien que al leer un texto narrativo suscribimos tácitamente un pacto con el autor, que hace como si dijera algo verdadero y nosotros hacemos como si nos lo creyéramos, como hacen los niños en sus juegos cuando utilizan el maravilloso pretérito imperfecto de ficción y dicen "yo era el malo y tú el policía". Al hacer esto, toda afirmación novelesca diseña y construye un mundo posible, y todos nuestros juicios de verdad o falsedad no se referirán al mundo real, sino al mundo posible de esa ficción. De modo que en el mundo posible de Arthur Conan Doyle será falso que Sherlock Holmes viva a orillas del Spoon River, y en el mundo posible de Tolstói será falso que Ana Karenina viva en Baker Street.



Al no ocurrir en el mundo real, una afirmación novelesca debería ser siempre falsa. Y sin embargo no acusamos a Homero o a Cervantes de mentirosos

Los personajes novelescos son objetos semióticos fluctuantes porque pueden perder algunas propiedades sin perder su identidad, tanto es así que en el imaginario popular D'Artagnan es un mosquetero y, en cambio, sabemos que para Los tres mosqueteros es solo un cadete. Si Madame Bovary hubiese vivido no en Francia, sino en Italia, su historia no habría diferido mucho.



Entonces ¿cuáles son las propiedades realmente diagnósticas de Madame Bovary? Se diría que el haberse suicidado por razones sentimentales. Entonces, ¿por qué podemos leer una parodia como El experimento del profesor Kugelmass, de Woody Allen, en la que el protagonista, gracias a una máquina del tiempo, saca a Madame Bovary de Yonville y se la lleva a Nueva York a vivir la buena vida que siempre había soñado? ¿Solo porque el contexto acentúa como propiedades diagnósticas de Madame Bovary la de ser una pequeñoburguesa de provincias con pasiones kitsch? En efecto, la parodia funciona porque el protagonista se apresura a recuperarla antes de que cometa el suicidio. Mientras el suicidio es negado de forma paródica, sigue siendo esencial y fundamentalmente diagnóstico para identificar a Madame Bovary. Y este aspecto hay que subrayarlo, porque lo que nos fascina en los personajes novelescos es que su destino no puede cambiarse. Cuán insípida sería una historia en la que imaginásemos que Madame Bovary no se mató y que vive feliz en algún lugar…



Estos personajes, aunque fluctuantes, se nos presentan fijados irremediablemente a su propio destino. Cuando lloramos por su suerte, a veces esperamos que las cosas discurran de otra manera, que Edipo tome otra vía y no tropiece con Layo en el camino de Tebas, que Hamlet se case con Ofelia y vivan juntos y felices en el trono de Dinamarca, que Heathcliff tolere alguna humillación más y permanezca en las Cumbres Borrascosas hasta casarse con su Catherine, que Raskólnikov no conciba la idea peregrina de asesinar a una vieja, sino que acabe sus estudios y se convierta en un respetable funcionario del Estado, que cuando Gregor Samsa se transforma en un horrible escarabajo entre en su habitación una bella princesa, le dé un beso y lo convierta en el hombre más rico de Praga…



Hoy en día, la informática nos ofrece programas para reescribir a placer todas esas historias, pero ¿realmente queremos reescribirlas? Leer obras de ficción significa saber que nada puede cambiarse del destino de los personajes. Si pudiésemos cambiar el destino de Madame Bovary, ya no tendríamos la consoladora certeza de que la afirmación "Madame Bovary se suicidó" es el modelo de verdad indiscutible. Penetrar en un mundo novelesco posible quiere decir aceptar que las cosas son así para siempre, más allá de nuestros deseos. Debemos aceptar esta frustración, y a través de ella experimentar la emoción del destino.



Creo que una de las principales funciones de la ficción es enseñarnos a aceptar el destino, y que constituye, además, el valor paradigmático de los personajes ficticios, santos del mundo laico, y también de muchos creyentes.



El simple hecho de que Ana Karenina muera inexorablemente la convierte, de forma afectuosa, imperiosa y obsesiva, en melancólica compañera de nuestra vida, aunque nunca haya tenido existencia física.