El sueño de la libertad. Mosaico vasco de los años del terror
Manuel Montero
12 octubre, 2018 02:00Manifestación en protesta por el asesinato de Miguel Ángel Blanco
El 56 por ciento de los ciudadanos vascos, precisa el historiador bilbaíno Manuel Montero García (1955), tienen como él dos apellidos castellanos, mientras que tan sólo el 20 por ciento tienen dos apellidos euskéricos. Los restantes tienen un apellido de cada procedencia. Es el resultado de muchas décadas de migraciones y de matrimonios mixtos, que no han afectado tanto a los municipios pequeños: el 61 por ciento de los ciudadanos con dos apellidos vascos viven en localidades con menos de 25.000 habitantes. Desde Sabino Arana, el nacionalismo ha concebido este proceso migratorio, tan común en muchos lugares del mundo, como una invasión que ponía en peligro la identidad ancestral vasca. En 1977 el PNV se refería a tales ciudadanos como "residentes" en Euskadi a los que era necesario integrar "sin etnocentrismos ni resentimiento", es decir que, superando con magnanimidad la afrenta sufrida, los vascos de verdad debían aceptar a los invasores... siempre que estos adoptaran la debida identidad nacional. Según explicaría en 1988 el PNV, vasco era quien "nacido o no aquí, se identifica con la forma de ser y la idiosincrasia de este pueblo y opta tácita o expresamente por él". El proceso de integración no debió de funcionar a una velocidad suficiente, porque en el año 2000 Xavier Arzalluz explicó que en el futuro Euskadi independiente a los españoles, es decir a quienes no quisieran adoptar la ciudadanía vasca, se les trataría como se les trataba a los alemanes en Mallorca. ¡Cuánta generosidad!A Montero, que para entonces era catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad del País Vasco, de la que fue rector en los años 2000 a 2004, no hacía falta que Arzalluz se lo explicara. Ya a los quince años había descubierto que no lo consideraban "de los nuestros", nunca lo habían tenido por tal pero él no se dio plena cuenta de ello hasta que en una discusión por un tema trivial alguien se lo dijo: "Aunque un pato nazca en un gallinero sigue siendo pato". Podía haberse esforzado en integrarse más en el gallinero, pero aquello le sentó fatal y optó por seguir siendo pato, es más, pato rebelde, porque andando el tiempo se convirtió en uno de los muchos vascos que no se dejaron amilanar por ETA y terminó por vivir con escolta. Los terroristas, en cambio, sí parecían ser "de los nuestros", aunque se tratara de gallinas descarriadas. Al PNV las bombas indiscriminadas y los tiros en la nuca le repugnaban pero, como explicó en 1995, los de ETA "son vascos y están entre nosotros, aunque no compartamos sus puntos de vista y rechacemos su práctica sangrienta".
Las experiencias personales de Montero y sus análisis históricos se combinan en el mosaico de El sueño de la libertad con la evocación, a través de breves frases muchas veces oídas, de un ambiente en el que durante largos años eran bastantes los que se mostraban comprensivos hacia ETA. "Algo habrá hecho" era la muletilla siniestra con la que se podía comentar cada crimen, acompañándola de alguna insinuación justificativa: "Seguro que era un chivato. No habrá pagado el impuesto revolucionario. Jugaba al mus con el guardia civil jubilado". Pero si Montero es capaz de trasmitir lo que era el ambiente opresivo de los años de ETA, no faltan los rasgos de humor, a veces a expensas de los nacionalistas pacíficos. Un amigo, que lo había sido, le dijo que lo peor de ser nacionalista "era que tenías que ser vasco en todo momento, por la mañana, al mediodía, por la tarde, en la noche, entre semana y los domingos", algo en verdad agotador.Las experiencias personales de Montero y sus análisis históricos se combinan en este clarificador volumen
La tergiversación de la historia es por supuesto un recurso fundamental de todo nacionalismo y hay que reconocer que los nacionalistas vascos han progresado mucho en ello, remontando hacia un pasado cada vez más remoto el origen de su identidad nacional, que más tarde habría resistido a las sucesivas invasiones de romanos, visigodos, españoles y franceses. El lehendakari Ibarretxe llegó a fechar con precisión el momento fundacional: "El pueblo vasco tiene una antigüedad de siete mil años". A no ser que se lo haya revelado algún dios vasco prehistórico, no sabemos cómo lo puede haber averiguado, ya que no hay manera de establecer ni cuándo ni dónde se separó la lengua vasca de un hipotético tronco común del que no queda hoy ninguna otra rama. Incidentalmente diré que los españoles meseteños lo tenemos mucho más claro, ya que sabemos que nuestros antepasados carpetovetónicos, que quizá hablaran lenguas célticas, no sólo fueron derrotados por los romanos sino que, en un rasgo de pragmatismo que todo nacionalista debería considerar una traición, adoptaron su lengua.
Pero, volviendo al tema, hay que reconocer que la idea de que los vascos, o al menos los vascos nacionalistas, no los patos infiltrados, tienen una identidad prehistórica más marcada que los demás mortales, ha tenido cierto éxito internacional. Cuando en 1999 Montero dio una conferencia en una universidad del sur de Italia se encontró con que algunos lugareños "Amigos de los Vascos" (entendemos que de los vascos míticos, no de los que sufrían a ETA) le explicaron que los vascos eran ya un pueblo libre en el Neolítico, aunque ahora sufrieran la opresión española. El proverbial abandono de la diplomacia cultural por los gobiernos españoles (un rasgo cuyo origen carpetovetónico no es posible postular) contribuye no poco al éxito de esas versiones tergiversadas de nuestra historia y nuestro presente.
Para los nacionalistas vascos, no sólo para los filoetarras, el enemigo es por supuesto España, tan enemigo, observa Montero, que ni siquiera se le puede llamar por su nombre: es "el Estado" o "el país vecino". Lo cual, debo añadir, me parece menos extraño que la curiosa alergia a la palabra España por parte de la izquierda radical española, perdón, quería decir la izquierda radical estatal. Por otra parte, la sociedad vasca no está dividida en dos comunidades como la norirlandesa, por fortuna hay que decir, y el entusiasmo por los crímenes de ETA puede contagiar a gentes procedentes de otras regiones. Montero cuenta el caso de una mujer, llegada a Euskadi en los años cincuenta o sesenta, que llevaba un listado de los "ejecutados" por ETA y lo actualizaba alborozada tras cada atentado. Fuente: su hijo.
Hubo un momento en que Manuel Montero no pudo más y optó por marchar a un lugar en que sus hijos pudieran llevar una vida normal, una universidad del sur. Y allí tuvo una de sus experiencias más amargas: "el presidente de la empresa" le dijo que "el director" (más vale no tratar de averiguar a quién se refiere) le había protestado por la presencia de un amenazado por ETA que los ponía a todos en peligro. En aquel momento se sintió derrotado. En su libro hay un poso de amargura, que su fina ironía y su sano sentido del humor enmascaran algo. Refiriéndose a los esfuerzos de negociación de Rodríguez Zapatero con ETA escribe: "Dicen que quería ser Nobel de la Paz, con esto y lo de la Alianza de Civilizaciones. No hay que despreciar la fatuidad como motor de la historia".