Amos Oz
El escritor reconocía que su fórmula literaria consiste en "un veinte por ciento de sarcasmo, un veinte por ciento de dolor y un sesenta de rigor clínico". Sin embargo, eso no es todo. En su literatura, hay ternura, esperanza, pasión por el hombre.
No conocía a Amos Oz, pero su muerte me ha producido una enorme tristeza. Cuando hace catorce años reseñé su libro autobiográfico Una historia de amor y oscuridad, descubrí que su peripecia personal y la mía habían soportado heridas similares, afrontando desde muy temprano la experiencia de la pérdida y el duelo. Pertenecemos a generaciones, tradiciones y latitudes muy diferentes, pero nos acercan los sentimientos de ira y orfandad. Amos Oz nació en Jerusalén en 1939, cuando la ciudad aún se hallaba bajo mandato británico. Hijo de una familia de emigrantes rusos y polacos, creció en un hogar que soñaba con un Israel fuerte e independiente, donde los judíos ya no serían un pueblo humillado, acosado y exterminado. La expectativa del regreso a la Tierra Prometida convivía con la pasión por los libros. No es extraño que un hijo del pueblo del Libro deseara desde la niñez ser libro. "No escritor, sino libro", pues el libro no muere. Puede renacer en cualquier lugar. Es suficiente que alguien abra sus páginas y su mirada recorra sus líneas para hacer vivir de nuevo experiencias, confesiones y secretos. El libro vive eterna y silenciosamente. En cambio, el escritor muere. De forma natural o violenta. El hombre es mortal. La palabra, no. La palabra mora en la memoria colectiva, donde los muertos resucitan y vuelven a hablarnos.La idea de la muerte es particularmente aguda en un judío, pues su historia está llena de matanzas y persecuciones. El judío siempre es el Extranjero, el Otro. Amos Oz comprendió este hecho desde niño, desarrollando una dolorosa idea de supervivencia ligada al destino de su pueblo. El individualismo no es un vicio judío. Una comunidad hostigada sólo puede vencer a sus enemigos cultivando la solidaridad y el sentimiento de pertenencia. El padre de Amos Oz creía en los libros y en la Tierra Prometida. El escritor recuerda cómo tocaba, acariciaba, escudriñaba y olía los libros. Cuando sus escasos ingresos le obligaban a vender algún volumen de su biblioteca privada, experimentaba una aflicción parecida a la de Abrahán al escalar el Monte Moriah para inmolar a su hijo Isaac. Yo también crecí entre libros y entiendo ese pesar.
Amos Oz concibe su escritura como una segunda piel. Aunque fabule historias estrictamente ficticias, considera que todos sus libros son autobiográficos. En cada palabra, hay un fragmento de su niñez, un eco de su juventud, un logro -o un fracaso- de su madurez. Amos Oz nació de Amos Klausner. Klausner creció en el kibutz Hulda, cursó literatura y filosofía en la Universidad Hebrea de Jerusalén, empezó a publicar relatos cortos a principios de los sesenta, amplió sus estudios en la Universidad de Oxford, participó en la Guerra de los Seis Días y en la Guerra del Yom Kipur, creó el movimiento pacifista Shalom Ajshav (Paz Ahora) y se manifestó a favor de la creación de un Estado Palestino capaz de coexistir pacíficamente con el Estado de Israel. Klausner se convirtió en Oz en el kibutz, huyendo de la peor tragedia de su vida: el suicidio de su madre. Las últimas páginas de Una historia de amor y oscuridad son particularmente hermosas y estremecedoras. Hermosas porque exploran el afecto de un hijo hacia una madre que prepara su despedida del mundo. Estremecedoras porque narran el desmoronamiento de una mente en el pozo de la depresión. Con treinta y ocho años, la madre de Oz manifestaba constantes cambios de humor, pasando de la euforia a la tristeza. No es improbable que sufriera los estragos del trastorno bipolar. La experiencia del exilio y la guerra acentuó su vulnerabilidad, despertando emociones que de otra manera habrían permanecido latentes e inadvertidas.
Amos Oz nos hiela el corazón al relatar el vacío que se adueñó del pequeño apartamento donde vivían tras el suicidio de su madre. Conozco esa sensación terrible, pues yo también he vivido el suicidio de un ser querido y la desolación que invade su entorno. El suicidio no es una muerte más, sino un fracaso de todos. Nadie se quita la vida libre y deliberadamente. Nadie escoge morir. El sufrimiento y la impotencia usurpan la voluntad del suicida, empujándole hasta un callejón sin salida. Oz nos relata los últimos días de su madre con una mezcla de delicadeza y desgarro. Sus paseos bajo la lluvia, permitiendo que el agua corriera por el rostro y el pelo. Su cuerpo aterido cuando volvía a casa. Sus horas de inactividad en la mesa de la diminuta cocina, con la cabeza apoyada en las manos. Los tirones de pelo y los arañazos con los que se lastimaba. Su desinterés por la comida y la lectura. Su profunda apatía, destruyendo minuciosa e implacablemente sus lazos afectivos. Sus insomnios, que le impedían disfrutar de una tregua en su desesperación creciente. Incapaz de aguantar tanto dolor, la madre de Oz se tomó decenas de pastillas a las ocho o nueve de la mañana de un sábado. El escritor lamenta no haber estado a su lado para abrazarse a sus rodillas, implorándole que no le dejara solo, que no se marchara de ese modo, condenándole a convivir con su ausencia. Oz reconoce que sintió compasión, pero también ira y rencor.
Una historia de amor y oscuridad finaliza con un lamento desgarrador: "… entre las ramas del ficus del jardín del hospital el pájaro Elisa la llamó sorprendido y la llamó de nuevo y la llamó en vano y pese a todo lo intentó una y otra vez y aún sigue intentándolo a veces". Todos los libros de Oz nacen de esa llamada, que puede calificarse de plegaria sin respuesta. En Mi querido hijo Mijael y en El mismo mar, Oz habla de las relaciones entre padres e hijos. Se trata de dos obras cargadas de melancolía. Oz reconoce que su fórmula literaria consiste en "un veinte por ciento de sarcasmo, un veinte por ciento de dolor y un sesenta de rigor clínico". Sin embargo, eso no es todo. En su literatura, hay ternura, esperanza, pasión por el hombre. Amos Oz salió de la densa oscuridad que extiende un suicidio, aferrándose a la palabra, al libro, a la tradición judía de objetivar la experiencia en relatos que proporcionan luz a las generaciones venideras. Somos muchos los que hemos recobrado la ilusión y la alegría por el mismo camino, si bien sólo unos pocos llegan a la plenitud creativa de Amos Oz. Su desaparición nos duele, pero sus palabras nos curan, recordándonos que el hombre siempre puede reinventarse a sí mismo, derrotando a sus demonios interiores.