Tratemos de establecer qué secreto oculta esta reseña. Imaginemos que, tras leer en dos sentadas la última novela de Guillermo Martínez (Bahía Blanca, 1962), el crítico arrancó su escritura dejando caer cierta genuina sorpresa por ese premio concedido a una obra cuya autoría queda clara y confesa en la primera página. Inoculada la pequeña maldad, a continuación rescató una frase que ya había utilizado la semana anterior al hablar de otro libro: "no soy el target de Los crímenes de Alicia", dijo, dando a entender que el nuevo premio Nadal es literatura comercial concebida para operar en el mercado con entusiasmo. La frasecita implicaría además una doble confesión por su parte: con ella admitía (involuntariamente) un apriorismo al tiempo que se reconocía (deliberadamente) como un lector equivocado. ¿Tal vez esto constituyó un intento de coartada? En todo caso, nada de lo anterior hizo desistir al crítico (al que asignaremos, al azar, las iniciales N.S.) de establecer algunas dudas más que razonables acerca de esta historia sobre asesinatos en ambiente universitario, no tanto continuación de Los crímenes de Oxford como desacomplejada repetición de una jugada rentable.
N.S. es el asesino porque, aun con todas las prevenciones del mundo, se divirtió demasiado leyendo Los crímenes de Alicia
En su texto, N.S. sintetiza Los crímenes de Alicia como un policíaco clásico (más que eso, casi vintage, con su aroma a Conan Doyle o Agatha Christie) que conjuga atmósfera británica, referencias a Lewis Carroll, razonamientos matemáticos y una historia de amor. Sin asomo de ironía, admite que la prosa es eficaz y que no renuncia a una elegancia funcional, pero apreciable. Lástima, añade, que de vez en cuando ceda a la tentación del cliché y presente algún personaje con fórmulas como "ojos fríos y penetrantes". Pese a ello, el buen gusto del autor se deja notar en detalles tan secundarios como las referencias al cine de John Frankenheimer, ese director siempre reivindicable. Por lo demás, alega N.S., la trama es naturalmente una tontería de gran cilindrada… Y aquí, nosotros fruncimos el ceño por primera vez, alertados por un posible traspiés en la lógica crítica porque, ¿acaso no es consciente Los crímenes de Alicia del carácter fantasioso y lúdico de su absurda trama? ¿No hay una ironía benévola en su planteamiento estructural, o cuanto menos una gran dosis de autoconsciencia y artificio? Como sea, la reseña ya enfila su cierre: el crítico lamenta que los capítulos dedicados a la revelación del culpable sean demasiado prolijos, minimiza la importancia de las referencias culturales que vertebran el relato (sin dejar de aclarar que Martínez las maneja con ingenio y conocimiento), y concluye que estamos ante una novela irrelevante, advenediza, mero divertimento. Un muerto yace sobre el escritorio de N.S.
Pero nosotros hemos advertido cabos sueltos en esa reseña. Hay una palabra clave deslizada al final: "divertimento". Ah, al criminal siempre le tienta presumir del cadáver que ha emparedado. N.S. no ha mentido, pero tal vez no ha dicho toda la verdad. ¿No se le escapó que había leído el libro en dos sentadas? Esa afirmación demuestra que, si Los crímenes de Alicia es un entretenimiento, cumple su cometido a la perfección. Por otra parte, ¿por qué no comenta N.S. que la novela se anima a explorar el difícil tema del amor a los niños con un planteamiento que podría acercarla a la magistral Cara de pan de Sara Mesa, si bien son muy distintas? Sospechoso… El crítico tenía un móvil consistente para cometer este crimen: su convicción de que la literatura es otra cosa, una disciplina que no se pliega al mandato de ofrecer obras-producto, asequibles, sin vocación de molestar, bien limadas, prestas al consumo. Apoyamos la causa, y creemos con Damián Tabarovsky que la industria cultural es la gran enemiga del arte. Sin embargo, estamos en condiciones de ofrecer un giro sorpresa: N.S. es el asesino porque, aun con todas las prevenciones del mundo, lo cierto es que se divirtió demasiado leyendo Los crímenes de Alicia (rápida, simpática, demodé en plan bien), y le provocó demasiadas ganas de divertirse escribiendo, como para no estarle agradecido. Préndanlo.