Jan Van Hooff se despide de Mama tras varias décadas sin verse
Eran amigos desde hacía años, pero llevaban años sin verse. Ella se encontraba en su lecho de muerte anquilosada por la artritis, negándose a comer y a beber, y muriendo de vieja. Su amigo había venido a despedirse. Al principio, ella no pareció advertir su presencia, pero cuando se dio cuenta de que estaba allí, su reacción fue inconfundible: su cara se iluminó con una sonrisa de felicidad, gritó de alegría, alargó el brazo hasta la cabeza de su visitante y le tocó el pelo. Mientras él le acariciaba la cara, ella le rodeó el cuello con el brazo y lo atrajo hacia sí. Lo que hizo especialmente conmovedora y extraordinaria la evidente emoción mutua en este encuentro al borde de la muerte fue que el visitante era el biólogo holandés Jan Van Hooff y su amiga la chimpancé Mama. El momento proporciona el título y la primera historia de El último abrazo, el revolucionario nuevo libro del etólogo Frans de Waal (Bolduque, 1948). Otros autores han explorado antes las emociones de los animales, entre ellos Moussaieff Masson y Susan McCarthy en Cuando lloran los elefantes (1995), y Marc Bekoff en La vida emocional de los animales (2007). Pero El último abrazo lleva estos trabajos pioneros un paso más allá, lo cual hace del libro una obra aún más importante y audaz que ¿Tenemos suficiente inteligencia para comprender la inteligencia de los animales? (2016), el éxito de ventas del mismo autor. Durante demasiado tiempo, las emociones han sido tabú para los especialistas en ciencias cognitivas. En el caso de los seres humanos, se consideraban irrelevantes e imposibles de investigar o de reconocer científicamente. En el de los animales, sencillamente, se ignoraban. Sin embargo, nada hay más fundamental para entender el comportamiento de personas y animales. Mediante el examen de las emociones en unas y otros, El último abrazo sitúa las experiencias mentales más intensas en su contexto evolutivo, y muestra cómo su riqueza, su poder y su utilidad abarcan a las diferentes especies y se remontan al pasado remoto. Las emociones, dice De Waal, “son la manera que tiene nuestro organismo de garantizar que hacemos lo que es mejor para nosotros”. A diferencia del instinto, estas “enfocan la mente y preparan el cuerpo dejando espacio para la experiencia y el juicio”. Las emociones “constituyen, con mucho, el aspecto más destacado de nuestra existencia. Ellas dan significado a todo”.
De Waal pone las cosas en su sitio. Las emociones no son invisibles ni imposibles de estudiar. Los niveles de sustancias químicas asociadas con las experiencias emocionales, desde la oxitocina, u “hormona del amor”, hasta el cortisol, responsable del estrés, se pueden determinar con facilidad. Estos mensajeros químicos son prácticamente idénticos en las diferentes especies. Las emociones son adaptables. El amor, la rabia, la alegría, la tristeza y el miedo nos ayudan a encontrar alimento y seguridad, a alimentar a la familia y a escapar del peligro. Ellas nos permiten sobrevivir. Por lo tanto, no es de extrañar que los animales experimenten y muestren diferentes emociones. El pez cebra se puede deprimir y responder a los mismos medicamentos antidepresivos que los seres humanos. Un perro que muerda accidentalmente a su amo puede sentir tal disgusto por haber roto ese tabú que sufra una crisis nerviosa. Y, al igual que los humanos, los animales son capaces de controlar sus emociones si es necesario. Un chimpancé asustado contorsionará la cara en una tensa “sonrisa de miedo”. De Waal recuerda haber visto a machos atemorizados darse la vuelta de golpe para que sus rivales no pudiesen ver su expresión. “He visto a machos ocultar su sonrisa con la mano o borrársela activamente de la cara”, cuenta. De manera similar, he visto a oradores en el camerino cubrirse la cara con las manos y empujarse las mejillas hacia arriba para convertir un ceño fruncido en una sonrisa antes de subir al estrado. A pesar de que las emociones son nuestras íntimas y constantes compañeras, De Waal nos sorprende casi en cada página. Las personas que se han tratado con bótox tienen problemas para hacer nuevas amistades porque sus rostros inexpresivos provocan rechazo en los demás. Los pájaros y los gatos pueden distinguir a los machos humanos de las hembras solo con observar sus movimientos. Pero donde el libro resulta más brillante es en las historias que narra su autor. Algunas son brutales, como la del asesinato premeditado de Luit, el futuro macho alfa de la colonia de chimpancés del zoo de Burgers, en Holanda. Poco antes, Luit había arrebatado el poder a otros dos machos de alto rango. Por la noche, ambos se aliaron para castigarlo. Le arrancaron los dedos de las manos y los pies a mordiscos y le abrieron heridas en el escroto, a través de las cuales le estrujaron los testículos.Estudiar las emociones, comunes a todas las especies, sitúa
Naturalmente, nos reconocemos en estas historias. La razón de que sean tan poderosas es que despiertan la que tal vez sea nuestra capacidad emocional más valiosa (compartida con los animales, como sabe cualquiera que haya convivido con un perro): la empatía. Sin embargo, en desdoro de los humanos, los estudiosos del comportamiento animal han advertido sistemáticamente contra la indagación de la empatía como herramienta de conocimiento. Demasiadas observaciones esclarecedoras han quedado sin publicar porque insinuar que compartimos rasgos con otros animales es motivo de acusaciones de antropomorfismo. Para evitarlas, los investigadores han ideado todo un glosario de términos retorcidos. Así, los animales no tienen amigos, sino “compañeros preferidos de afiliación”, y los chimpancés no se ríen cuando les hacen cosquillas, sino que “vocalizan sonidos jadeantes”. Esta actitud no solo es ridícula, sino también peligrosa. En vez de preocuparnos por antropomorfizar a los animales, debería asustarnos la posibilidad de cometer un error mucho mayor, que De Waal denomina “antroponegación”. Cuando negamos los hechos de la evolución, cuando pretendemos que solo los seres humanos pensamos, sentimos y conocemos, “obstaculizamos el juicio sincero de qué somos como especie”, sentencia. Para entender la evolución tenemos que reconocer la continuidad entre las formas de vida. Y, lo que es más importante, para lograr establecer unas relaciones realistas y compasivas con el resto del mundo animado tenemos que honrar esas amplias y profundas conexiones. Hace algunos años, me encontré en una situación casi idéntica a la que describe el autor al principio del libro. Mi amiga Octavia era anciana, y estaba enferma y moribunda. Hacía mucho tiempo que no nos habíamos encontrado cara a cara, casi una quinta parte de lo que había durado su vida. Fui a despedirme de ella. Cuando me vio, haciendo uso de parte de sus últimas fuerzas, se incorporó con esfuerzo para saludarme y me rodeó con sus brazos. Entre la escena que abre El último abrazo y la de Octavia y yo había algunas diferencias. Mama y Van Hooff compartieron un ancestro hace unos cinco millones de años; el último ancestro que compartimos mi amiga y yo vivió en el Precámbrico, cuando no se habían desarrollado aún los miembros ni los ojos y prácticamente todos los seres eran un tubo. Van Hoof y Mama poseían una musculatura facial y una estructura casi idénticas. Sin embargo, Octavia tenía la boca en las axilas, carecía de esqueleto y sus brazos estaban provistos de 1.600 ventosas. Octavia era un pulpo gigante del Pacífico. Pero a pesar de todo, nos teníamos cariño, el cariño suficiente para que ambas disfrutásemos de nuestro último, tierno y emotivo abrazo. © New York Times Book ReviewDe Waal nos sorprende casi en cada página, pero donde el libro resulta más brillante es en las historias que narra