Congo. Una historia épica
Ecoguardias quemando un supuesto campamento ilegal en la República del Congo, 2012. Foto: Mike Goldwater
El 5 de junio de 1978, el dictador congoleño Joseph-Désiré Mobutu miraba desde un caluroso peñasco al sur de su país -entonces llamado Zaire- cómo se encendían los motores de un cohete espacial. “Lentamente, el cohete despegó para recorrer 100 kilómetros en la atmósfera en un nuevo paso adelante de los vuelos espaciales africanos”. Sin embargo, pasados unos instantes, la nave “se inclinó, trazó un limpio arco hacia la izquierda y aterrizó a unos centenares de metros, en el valle del Luvua, donde saltó por los aires”. En opinión del historiador David Van Reybrouck (Brujas, 1971), la nave simboliza el régimen de Mobutu: “Tras el espectacular ascenso de los primeros años, Zaire se precipitó al abismo”. Imaginen que el país de Mobutu hubiese estado mejor gobernado y hubiese proyectado una influencia estabilizadora sobre la vecina Ruanda, evitando el genocidio de 1994. Imaginen que las subsiguientes guerras congoleñas nunca hubiesen tenido lugar, que no hubiesen muerto cinco millones de congoleños, que los minerales y la madera del país se hubiesen vendido de manera transparente y a un precio justo. Imagine… Van Reybrouck ha pasado varios años trabajando en este libro panorámico sobre los congoleños. El autor empieza con una cita de un escritor nativo: “El Sueño y la Sombra eran grandes compañeros”. Es verdad: a Congo se llega a través de los sueños y la sombra. Para empezar, su inmensidad abruma. Si superpusiésemos la República Democrática del Congo a un mapa de Europa, su frontera oriental se situaría en Moscú, mientras que la occidental estaría en París; en total, 2.343.939 kilómetros cuadrados. El libro se caracteriza por su lucidez. El autor nos recuerda que el antiguo Zaire es un caso aparte por su riqueza. De allí han llegado los materiales de la modernidad: el caucho para los neumáticos, el cobre y el hierro, los diamantes, el uranio para las cabezas nucleares, el coltán para los móviles. Los científicos afirman que si queremos frenar el calentamiento global, es necesario que su selva sobreviva. En cuanto a sus recursos minerales, no tienen parangón.
Van Reybouck avanza por la profundidad de los tiempos que forman la prehistoria congoleña como esas piedras pulidas que se hacen saltar en el agua. El lector pasa rápidamente de las expediciones estacionales para pescar siluros a la captura de pigmeos en la selva por parte de los antiguos egipcios y su viaje Nilo arriba. Más tarde empezaron las incursiones portuguesas en la costa atlántica. Se introdujo el maíz, la agricultura intensiva y el comercio y se arrancó a la fuerza mano de obra esclava: cuatro millones de congoleños fueron enviados a Estados Unidos, lo que representa un 30 por ciento del comercio atlántico de esclavos. La historia escrita es breve, trágica y parcial. Todo lo que tenía la zona fue destinado a alimentar las fauces del mundo, y el mundo se mostró indiferente. En 1874, el New York Herald y el Daily Telegraph de Londres proporcionaron fondos al explorador Henry Morton Stanley para que recorriese el curso del río Congo. Stanley llegó al Atlántico en 1877. El explorador entró al servicio del rey Leopoldo II de Bélgica, cuyo minúsculo Estado había sido creado en 1830. Leopoldo quería una buena tajada de África y la consiguió a la manera belga: Congo formaría un colchón de libre comercio entre otros intereses coloniales. Al rey le salió bien la jugada. Cuando John Boyd Dunlop inventó el neumático hinchable de caucho, se creó la demanda de esta materia prima procedente de la colonia. Los beneficios sirvieron para construir Bélgica a costa de las vidas congoleñas. Era peor que la esclavitud, “ya que, mientras que el amo se preocupaba de su esclavo, la política cauchera del rey Leopoldo no tenía ninguna consideración con las personas”. Según el autor, sería absurdo hablar de genocidio, “pero fue una hecatombe”. En 1908, Bélgica asumió su responsabilidad. El Congo Belga era racista, inaceptablemente injusto y depredador. Sin embargo, hoy en día muchos nativos mayores echan de menos aquellos tiempos. Comparado con lo que vino después, la colonia era admirable en algunos aspectos. Descendió la mortalidad y se extendió la educación. Buena parte del presupuesto colonial se recaudaba en la misma colonia. Las condiciones laborales eran mejores que en muchas otras partes de África. Un trabajador de las minas de oro de Kilo-Moto, por ejemplo, recibía una ración diaria de carne o pescado, judías, arroz, bananas, sal y aceite, una dieta con la que actualmente muchos de sus habitantes solo pueden soñar. Congo hizo un buen papel en la Segunda Guerra Mundial. La colonia fue valiente allí donde la metrópoli se rindió; las tropas congoleñas ayudaron a liberar Abisinia (la actual Etiopía), y el director general de la empresa minera estatal inundó la mina de uranio de Shinkolobwe y envió 1.350 toneladas de este metal a Nueva York, cantidad que hizo posible el Proyecto Manhattan. Curiosamente, el periodo posterior a la guerra fue tranquilo. La independencia llegó el 30 de junio de 1960. El Ejército, al mando del general Émile Janssens, “el más prusiano de los oficiales belgas”, se desintegró al cabo de unos días, y la mayoría de los belgas abandonaron el país en cuestión de semanas. Cuatro líderes nacionalistas -Joseph Kasavuby, Moïse Tshombe, Patrice Lumumba y Mobutu- se alzaron con la victoria. Tras ser ejecutado por Tshombe con la connivencia de Mobutu, Lumumba fue reverenciado por los defensores del panafricanismo como el mayor de los anticolonialistas. Van Reybrouck cita a personajes africanos y belgas que lo acusan de superficial, débil y frívolo. Su posible giro hacia la Unión Soviética y su determinación de mantener la unidad de Congo como Estado centralizado fueron la causa de que la CIA, el MI6 y los servicios secretos belgas se confabulasen para organizar su muerte. Van Reybrouck brinda una de las historias africanas más extraordinarias con las que me he encontrado en los últimos años. El autor buscó a los congoleños de más edad para recuperar sus recuerdos. Así conoció a Étienne Nkasi en una choza de Kinshasa. A la pregunta de qué edad tenía, el hombre respondió: “Nací en 1882”. Ciento veintiséis años, quizá la persona más anciana que haya existido nunca, nacida tres años antes de que el rey Leopoldo se hiciese con el poder sobre el país. Van Reybrouck hizo comprobaciones y más comprobaciones. Nkasi conocía nombres de misioneros que, en apariencia, solo se conservaban en los registros de Bélgica. Nkasi murió en 2010, a los 128 años. Van Reybrouck cuenta que lo conoció al poco de que Barack Obama accediese a la presidencia. El anciano le preguntó asombrado: “¿Es verdad que un negro ha sido elegido presidente de Estados Unidos?”. © New York Times Book ReviewSegún el autor, congo es un caso aparte por su riqueza. De ahí han llegado los materiales de la modernidad: el caucho, el cobre, el uranio, el coltán...