Christina Crawford tenía menos de un año cuando fue adoptado por la glamorosa estrella de cine Joan Crawford. Aunque se crió en el lujo, en su libro de memorias Querida mamá (Notorious ediciones), publicado dos años después de la muerte de Joan en 1977 y que supuso un gran revuelo en su día, afirma ser víctima de violencia física y psicológica por su madre durante la mayor parte de su vida. En el explosivo libro, traducido por primera vez ahora al español, Christina asegura que su madre sufrió durante su infancia y la de sus hermanos cambios de humor y alcoholismo y tenía por costumbre a golpear y gritar a sus hijos.

Lee aquí el prefacio escrito por la hija de Crawford para la nueva edición de 2017 y el primer capítulo de estas controvertidas memorias:

Prefacio

¡Qué sorpresa! Cuando Queridísima mamá se publicó por primera vez en 1978, no existían los ebooks, la venta por Internet ni las redes sociales. Es todo un privilegio lanzar ahora esta nueva edición completa con fotos de mi colección personal y cien páginas del manuscrito original que nunca vieron la luz hasta la edición del vigésimo aniversario de 1998.

Durante todos estos años, has compartido tus historias personales conmigo y te he escuchado. Gracias por confiar en mí como confidente de un modo que quizás tu propio entorno no hubiese podido. Me has enseñado algo profundo.

A todos los que han sufrido en silencio, los que han vivido en la desesperación de la injusticia, los que han recurrido a las drogas y al alcohol como alivio del dolor, los que han permitido que la ira gobierne su vida y cuyas historias nunca se cuentan, salvo como una fría estadística; esta edición está dedicada a vosotros.

La violencia familiar es generacional, un comportamiento aprendido. Y si bien es cierto que las nuevas leyes y una mayor atención pueden realmente ayudar, y lo han hecho, solo la voluntad bien informada de las personas puede revertir realmente dicho comportamiento. Esa es la razón principal por la que he mantenido a Queridísima mamá en constante publicación durante casi cuarenta años. Es importante para mí que la autobiografía original esté disponible para cualquier persona que desee leerla. Creo que la vida es un viaje, que la vida tiene que ver con la responsabilidad personal: llega un momento en que no puede haber más excusas ni más mentiras. Por lo tanto, todavía tengo esperanza y pro- funda gratitud en el viaje en sí.

Christina Crawford North Idaho, USA, 2017

Capítulo 1

Muerta. Joan Crawford. Ciudad de Nueva York, 10 de mayo de 1977 a las

10.00 a.m. hora de verano del Este. Causa oficial de la muerte: paro cardíaco. En tanto que los servicios telegráficos lanzaban la noticia alrededor del mundo, escuchamos un breve obituario por la radio mientras viajamos al aeropuerto.

Hasta ahora sólo había llorado por ella cuando un viejo fan llamó para informarme de que la televisión iba a venir para filmar algunas prendas de su viejo ropero, sus zapatos de cinta tobillera y fotografías suyas que había en su salón. Preguntó si podía llevarse a su perro.

¡Su cuerpo no estaba siquiera frío y ya alguien pedía su perro! Temblaba de cólera y unas lágrimas corrieron por mi cara, pero mi voz sonó en todo momento atenta hasta que colgué el teléfono.

La superestrella ha muerto. Ahora se abrirá la puerta y todos los fans desfilarán agitando sus promesas de lealtad firmadas con un “Dios te bendiga, Joan”. Lloré, pero no de tristeza, sino de cólera. Un destello de esa ira como la de aquellas violentas tormentas de rayos y truenos del oriente que cruzan el cielo y desaparecen.

Tenía una jaqueca terrible y me sentía temblorosa por dentro, pero no lloré. David sostenía mi mano y sentí que su fortaleza me iba calmando lentamente. De algún modo, pensé que si podía aferrarme a su mano, soportaría todo aquello.

Afortunadamente no había comida en aquel vuelo porque no podía tragar nada. Traté de dormir y caí en una especie de sueño suspendido… podía escuchar todo pero mis ojos estaban cerrados. Tenía frío y estaba incómoda. Llevaba la misma ropa de las últimas quince horas.

Amanecía cuando aterrizamos en Nueva York. Un hombre de pelo oscuro, con un ligero acento, preguntó si deseábamos un taxi. Contesté que sí y cogí las maletas. No había ningún taxi amarillo a la vista. David y yo lo seguimos hasta una limusina negra detenida en la acera. Miré a David y sonreí. Bueno, ¿y por qué no? Veinte dólares era una tarifa bastante justa y sería un buen cambio para nosotros. Cuando atravesábamos Queens, los viejos y sucios edificios, los baches hondos hasta la rodilla, los trenes elevados estrepitosos y la gente abriéndose paso hacia un nuevo día, me hicieron sentir muy aliviada por no vivir en la ciudad.

Mi hermano Chris llegó al hotel más o menos a las diez y media. Le noté más viejo y mucho más delgado. Era como si llevase un letrero que dijera que no estaba en su mejor momento. Nos abrazamos como saludo y consuelo, con cierta comprensión que se remontaba hasta nuestra niñez treinta años atrás. “Me alegro de que hayas venido”, fue todo lo que le dije.

Era muy duro para él. Chris no había sido invitado a ningún evento familiar desde que tenía quince años. Los cuatro hermanos siempre habíamos estado en contacto, pero en privado. Mamá apenas si había pronunciado su nombre en los últimos nueve años. Ahora que estaba muerta, estábamos todos juntos de nuevo. En realidad, él sólo vivía a cien millas de la ciudad de Nueva York pero era como si fuese otro mundo. Había encontrado su comunidad, pertenecía a ella. Conocía a casi todos, se había casado, tenía una casa… hacía su trabajo… había sido bombero voluntario… encontró un lugar a su regreso de Vietnam. En realidad, yo amaba a Chris.

Tomamos café negro en tazas de cartón, ligeramente húmedas, de la tienda de comestibles de la vuelta de la esquina, y tomé otra aspirina. David se había puesto su traje azul y mi corazón se hinchió de orgullo. Qué hombre tan maravilloso este esposo mío. Soy la mujer más afortunada del mundo.

A mediodía, los tres tomamos un taxi al Hotel Drake. Allí nos encontraríamos con el abogado, la secretaria y con mi hermana Cathy y su esposo.

Los saludos fueron forzados. Todos fuimos corteses pero había sentimientos hostiles bajo aquella cortesía. Las palabras parecían huecas, y observando una cara y otra, sentí algo extraño. Chris estaba sentado al otro lado del cuarto frente al secretario. Años atrás habían sido enemigos. Pero ahora Chris se limitaba a fu- mar cigarrillos y observaba. El esposo de mi hermana hablaba y hablaba de “Joan esto” y “Joan lo otro”, vagando de un lado a otro nerviosamente abstraído... Miré a David y luego a Chris. Mi hermana y la secretaria tenían ideas muy definidas sobre cuáles eran los deseos de mi madre, o más bien, sobre los arreglos fúnebres. Nada se había dispuesto antes de la muerte de mamá respecto a los detalles del funeral, excepto que deseaba ser incinerada. Me pareció extraño que alguien con un sentido tan fanático del orden hubiera dejado todos aquellos detalles no ya a otra persona sino a la decisión de un grupo. Sin embargo, así era. De algún modo teníamos que tomar decisiones de inmediato. Y ahí estábamos, un grupo desigual, por no decir otra cosa, decidiendo cómo disponer los formulismos de la incineración de nuestra madre. Nunca en todas nuestras experiencias pasadas habíamos decidido algo en relación a ella, excepto que cada quien viviera su vida. A medida que las horas transcurrían con lentitud, resultaba dolorosamente claro lo que habían supuesto algunas de aquellas decisiones vitales.

Entonces, durante una de las muchas llamadas telefónicas a la funeraria Campbell, una expresión extraña cubrió el rostro del abogado en tanto que escuchaba la voz al otro extremo de la línea. Fue la única manifestación emocional que vi en su cara durante ese día, y era una expresión de sorpresa. “Su madre ha sido embalsamada. Pueden verla si lo desean”, comunicó de forma muy directa y sin énfasis. Nos aseguró que él no había dado esa orden, ya que sabía que iba a ser incinerada. No iba a haber autopsia; eso ya se había decidido antes de mi llegada.

Cualquiera que fuera la razón, ahí estaba ella: embalsamada en la funeraria Campbell. Extraño. En realidad todo empezaba a adquirir un sentido amplio y sobrenatural. Tuve que mantenerme en estrecho contacto con David para conservar la noción de la realidad, que seguía amenazando con desvanecerse. Estábamos como un jurado en proceso de deliberación. Tenían que tomarse decisiones sin importar lo mucho que alguien deseara retirarse o hacerse cargo; una especie de ritual primitivo impedía la orden autócrata. Todos teníamos que participar y emitir nuestro voto.

La secretaria y mi hermana parecían creer que tenían una pista interna sobre el pensamiento de mamá. Chris, supuse, había decidido mantener la boca cerrada todo cuanto le fuera posible. Sin duda se conducía de modo diplomático. El esposo de mi hermana parloteaba una y otra vez sobre su estrecha relación con “Joan”. Pude sentir como mi cólera volvía a bullir de nuevo. Yo era la mayor y pensaba que se me dispensaría algo de cortesía, aunque no fuera mucha. El abogado miró a mi hermana menor y luego al secretario. Luego fuimos a Campbell’s. Mi hermana debía firmar los papeles y elegir la urna. David y yo fuimos con el abogado acompañando a mi hermana y su esposo. La secretaria y Chris se quedaron en Drake. Mi otra hermana aún no había llegado de Iowa. Su avión debió llegar con retraso. Había tomado las noticias muy a la tremenda y estábamos preocupados por ella. Fue Chris quien la trajo a Campbell’s.

La funeraria de la calle ochenta y uno era justo lo que uno podría imaginar. Cada minuto se parecía más a una película. Los hombres vestían con correcta pulcritud. Tenían el aspecto de empresarios de pompas fúnebres y hablaban como tales. Todo estaba en calma y la gente hablaba con suavidad. Todo parecía imbuido por el silencio. Comencé a sentirme muy cansada y un poco mal del estómago. Me aferraba a la mano de David siempre que podía. Representaba mi vida y mi realidad en todo aquello. Se pidió a mi hermana que firmara unos documentos y luego juntas nos dirigimos a un salón del piso de arriba en donde elegimos una urna sencilla de latón sin nada de hojas de parra o diosas en ella. Tampoco se le pondría ninguna inscripción.

Cuando volvimos a bajar, ya habían llegado Chris y mi otra hermana, Cindy. El saloncito azul con sus sillones para dos y sus pequeñas sillas estaba lleno. Había llegado el momento.

Un hombre de la Campbell preguntó si alguien deseaba ver a mamá. Por primera vez, un completo silencio nos rodeó a todos. Era como si casi ninguno pudiera respirar. Nos miramos unos a otros. ¡Qué pensamientos debieron rondar en cada uno de nuestros cerebros! Cathy se negó, Cindy dijo no con la cabeza. Chris tragó con dificultad y se quedó completamente pálido. Se negó. El empleado de la Campbell me miró a mí directamente, sin expresión. De manera casi inaudible dije: “Me gustaría verla”.

Abrió una puerta y lo seguí hasta un pequeño ascensor. Entramos y la puerta se cerró con mucha suavidad.

No había mucho espacio en el ascensor, de manera que nos separaba una corta distancia. Comenzó a contarme lo hermosa que había quedado; su propio rostro estaba absolutamente radiante en tanto describía lo mucho que había trabajado basándose en sus fotografías favoritas de ella. Me encontré atrapada por completo en su narración. Me di cuenta, en un extraño destello de comprensión que, por un momento, temió que nadie contemplara lo que había hecho, que nadie estuviera allí para apreciar su obra de arte. Parecía como agradecido y le brillaban los ojos. Lo contemplé con genuina fascinación. Nunca conocí a nadie que hiciera aquello para vivir.

Pareció transcurrir mucho tiempo aquel en el que él y yo permanecimos unidos en ese intercambio especial. Yo iba a ser su público final.

El pequeño ascensor se detuvo en el segundo piso. Me guió de nuevo hasta un pequeño pasillo más allá del salón con los féretros forrados da satén en don- de mi hermana y yo habíamos escogido la urna hacía pocos minutos. Al final del pasillo había un gran salón. La puerta estaba abierta pero las luces estaban apagadas. Se hizo a un lado para dejarme pasar y caminé lentamente porque  no estaba segura del lugar al que nos dirigíamos. Las luces se encendieron y me sobresaltaron. Miré hacia adelante con un miedo terrible. Ahí estaba, a menos de tres metros de mí, tendida en una mesa… muerta.

“¿Puedo estar a solas, por favor?”, murmuré. Me flaqueaban las rodillas y las manos me temblaban. Escuché cómo el individuo se alejaba por el pasillo. Quedé allí, sola. Sentí un nudo en la garganta y mis ojos se llenaron de lágrimas. Miraba, miraba y miraba. Era mi madre la que está en aquella mesa y realmente estaba muerta. De algún modo, era necesario para mí saber eso.

De alguna manera tenía que pasar sola ese momento terrible y hacerlo realidad, enterarme por mí misma de que la muerta era real aunque gran parte de su vida no lo hubiera sido. Para cerciorarme de esa realidad, necesitaba ese momento a solas con ella, justo al final, para que yo pudiera seguir. Era una sensación muy débil. Estaba asustada. Quiero decir, realmente asustada. Asustada más allá de cualquier cosa que antes hubiera conocido. No sabía qué hacer. Aún me encontraba en la entrada del salón. Aquel momento era mío. No tenía que preocuparme de que alguien me estuviera esperando o de lo que cualquiera pensara. Sólo estábamos las dos. Mamá y yo… solas por última vez. Me invadió una increíble oleada de tristeza. Me temblaba la boca y tenía los ojos llenos de lágrimas que aún no habían caído. Tragué saliva un par de veces y me escuché diciendo: “Mami… Oh, Mami… Te amo tanto…” Las lágrimas me corrían por la cara y enjugué unas cuantas.

Me aproximé a la mesa y permanecí cerca de ella. Tenía los ojos cerrados. Habían aplicado bien el maquillaje. Su cara parecía casi natural, era sorprenden- te. Su cabello era corto y peinado hacia atrás. Era gris. Sus manos descansaban sobre el forro de satén color crema que la cubría, y la habían vestido con un ki- mono de seda de color salmón pálido que la envolvía. Sus uñas estaban pulidas, e incluso le habían pintado los labios. Mientras la miraba cuidadosamente, casi pulgada por pulgada, noté lo terriblemente delgada que estaba. En realidad se había reducido a nada: sólo piel y huesos. En ese momento pensé que el paro cardíaco no era la verdad, o al menos no toda la verdad. Lleva mucho tiempo quedarse tan delgada. Apenas quedaba algo de ella. Pero su cara era ciertamente su cara y la contemplé por largo rato. Nunca antes había visto a una persona muerta. Esperaba que en cualquier momento abriera los ojos y dijera: “Tina”. Me incliné y toqué su mano. Estaba fría. Mamá poseía unas manos vigorosas y se enorgullecía de dar siempre un fuerte apretón de manos. Ahora sus manos eran muy delgadas, sus muñecas eran poco más que huesos.

No sé cuánto tiempo permanecí ahí pensando en ella, en mí, en nosotras dos trabadas en un duelo de ingenio y de voluntad durante todos estos años. Fui su primogénita, su bella niña y preciosa princesa, la nenita de cabellos de oro que tanto había deseado. Quizá fue un toque de justicia eterna el que yo tuviera el valor de ser la última en permanecer con ella en su muerte, por un momento. “Sé que en realidad ya no estás más aquí conmigo, madre… Sé que tu alma ya ha partido… Sólo quiero decirte que te amo… que te perdono. Lo sabes, te perdoné hace mucho tiempo. Sufrimos tanto juntas, tú y yo, pero ahora, madre, Dios nos ha liberado para iniciar otro viaje. Ruego que el siguiente sea menos angustioso. Dios nos ha liberado, mami querida. Vete en paz”,

Ahora podía escuchar unos sollozos. Eran los míos.

Supe que había llegado el momento de retirarme. Me incliné y la besé suavemente en la frente.

“Adiós, madre. Adiós… y te amo”.

Me enjugué la cara con el dorso de la mano y me puse mis gafas de sol.

Luego me volví y la abandoné.

Cuando bajaba por las escaleras, pude decirle al empleado de Campbell que estaba preciosa. Que había hecho un buen trabajo.