“Querida mamá: ¡Ay! El Nuevo Año no ha empezado muy bien para nosotros aquí. Seguimos liados con nuestros pasaportes y empiezo a dudar seriamente de que nos permitan quedarnos”. 1935 dio comienzo con Christopher Isherwood (Cheshire, 1904 - Santa Mónica, 1986) residiendo en Dinamarca, donde la policía no parecía acoger de muy buena gana a un escritor huido de la Alemania nazi junto a su amante alemán. Atrás quedan los despreocupados y alegres días del Berlín de finales de los 20, que el escritor consignó en sus libros más populares El señor Norris cambia de tren (1935) y Adiós a Berlín (1939), unas memorias ficcionadas donde radiografió con asombrosa puntería la incipiente sombra del nazismo.
De hecho, la mayor parte de la bibliografía de Isherwood, compuesta por más de una treintena de libros, guiones de cine y obras de teatro, es de marcado carácter autobiográfico, y descansa en multitud de cuadernos y apuntes que el escritor tomó moldeando sus recuerdos a su gusto. Pero la creación de ese mundo literario, deudor del modernismo de la época, una escritura donde la psicología y las emociones de los personajes cobran una relevante importancia, sufre un choque al enfrentarse con la cotidiana realidad de la intensa relación epistolar que el escritor mantuvo entre 1935 y 1940 con su madre, Kathleen, inédita hasta ahora y publicada en español por Alpha Decay bajo el título Kathleen y Christopher.
En estas más de cien cartas, Isherwood comparte con ella, sin artificios y de forma directa, la desesperación por conseguir asilo político para su amante Heinz, llamado a ingresar en el ejército alemán, o sus preocupaciones por el cariz que tomaba una Europa de ambiente prebélico. “Me pregunto si podrías prestarme 200 libras o incluso 300. Me gustaría poner ese dinero a buen recaudo por si tenemos que mudarnos. No lo preveo, pero la situación en Europa está poniéndose muy fea y es posible que empeore”.
Preludio de una guerra
También, utilizándola como una suerte de agente, compartía con ella sus progresos y cuitas literarias y pecuniarias, así como opiniones sobre otros escritores de la época, que frecuentaba con asiduidad, en persona y como crítico de varias revistas. “¡Parece que de pronto me he vuelto muy popular! ¡Ahora falta que escriba una obra maestra magnífica, inteligentísima y divertidísima que venderles!”, escribía al hilo de varias propuestas editoriales recibidas. O: “Galsworthy es un hombre tremendamente cuerdo, cuando un novelista, para ser un filósofo interesante, tiene que estar un poco tarado, como Tolstói, D. H. Lawrence o Melville. Los grandes novelistas que fueron cuerdos, como James, tuvieron el buen juicio de limitarse a la narrativa”, escribe Isherwood.
Como no podía ser menos, el epistolario guarda recuerdos del utópico viaje a Portugal de Isherwood, que entre finales de 1935 y 1936 se estableció en una villa en Sintra con dos escritores de talento parejo, sus amigos Stephen Spender y W. H. Auden, que, como él, buscaban un lugar donde escribir en calma lejos de las tormentas militares de Europa y del clima puritano y homófobo de Inglaterra. Allí, Isherwood comienza su libro Leones y sombras y continúa mezclando en las cartas charlas sobre literatura y arte con asuntos cotidianos, normalmente referentes al dinero. “El gran error que comete la gente con el surrealismo es querer entenderlo. Un sueño extraño no tenemos que entenderlo para apreciarlo. ¿Querrías preguntar al banco cómo está mi cuenta?”.
Pero pronto la realidad se impondría de nuevo de forma drástica e inapelable. La guerra estalla en España y Spender marcha al frente, al igual que Auden, lo que genera en Isherwood un sentimiento de culpa por no acudir a combatir con sus amigos. También se ve obligado a abandonar Portugal y a viajar de nuevo por Europa en busca de asilo para su amante, cada vez más acosado por la policía alemana. “El libro avanza, la lluvia cae y se acerca la hora en la que el Daily Mail tendrá que reconocer que con apoyar a Franco lo que hacía era entregar el imperio británico a Mussolini. Comparados con esta inmensa idiotez que reina hoy, mis recuerdos de los 20 parecen cháchara de niñera a la hora del té”.
Finalmente, Heinz es detenido por la Gestapo en Tréveris, y condenado a seis meses de cárcel, un año de trabajos forzados y dos años de servicio militar. Isherwood vuelve a Londres devastado, a lo que contribuye el conflicto en la península ibérica. “¿Qué tal Stephen, me preguntas? Pues no sé nada. Wystan (Auden) estaba muy preocupado y pesimista. Un corresponsal que conoce bien España dice que, si ha traspasado las líneas rebeldes y descubren quién es, pueden fusilarlo”.
Un nuevo comienzo
Con el continente en vilo, el escritor se embarca con Auden en un viaje a China que ocupará la mayor parte de 1938, durante el cual comienzan a dar forma a su idea de emigrar a Estados Unidos, empresa que acometerán en enero de 1939. Este viaje, que aparentaba ser uno más, sería capital en la vida de Isherwood que residirá hasta su muerte en un país donde desarrolló toda su obra de madurez al abrigo de la industria de cine de Hollywood. Desde California, adonde pronto se mudaría no pudiendo soportar el clima ni la sociedad neoyorquina, continúa pendiente de un conflicto que ya se prevé inminente. “Leer la prensa es de lo más deprimente. Los alemanes, dicen, destruirían Londres en veinticuatro horas. ¡Conque prepárate para salir en cuanto la cosa se ponga fea!”.
Su carrera literaria en auge, con el éxito de Adiós a Berlín, se acerca cada vez más al cine, donde conoce a estrellas como Chaplin o Greta Garbo. “Yo quisiera escribir novelas, novelas de verdad, pero a lo mejor soy incapaz. Puede que haya llegado al límite de mi talento”, escribe.
Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial en septiembre, sus dudas literarias se vuelven existenciales, declarándose de nuevo pacifista. “No creo en la guerra para parar a Hitler. Odio lo que está pasando y creo que debería implicarme. Si la guerra continúa, intentaré unirme a una unidad de la Cruz Roja americana. Creo que es lo correcto. Espero que lo sea. ¿Tu qué piensas?”
La incertidumbre de esos meses, se ve rota por una súbita iluminación literaria, que narra a su madre en diciembre de 1939. “Poco a poco, voy haciéndome a la idea de volver a escribir. Pero no se parecerá a nada de lo que he hecho hasta ahora. ¡Será filosófico, seguramente, y muy religioso! Muy oscuro. Lleno de visiones y sueños. Suena tremendo, ¿no?” Y su última carta de ese año es una escueta postal de felicitación navideña que dice “Esperemos un 1940 mejor”.