Fue difícil Londres. Me costó un año entero hacerme a Golders Green. En Brent, a un paso de la estación de metro de Brent Station, me alquilaron la buhardilla contigua a Miss Strauss, una judía alemana que golpeaba la pared cuando yo escribía a máquina. Esto era en el caserón de Golda y Silvia Casimir, donde viví los primeros años. Ahí oía la radio, un transistor pequeño. Tenía veintiséis años. Era 1966, el año de la publicación de The Time Of The Angels. Ahí leí, para un curso sobre Iris Murdoch en el City Literary Institute, The Bell. Me pareció la narración más íntimamente relacionada conmigo que había leído nunca. "Michael había digerido y redigerido sus viejas experiencias. Y pensaba que había alcanzado una suficientemente sobria apreciación de sí mismo. Ahora no sentía un excesivo o cegador sentimiento de culpabilidad acerca de sus propensiones. Y había comprobado, a lo largo de mucho tiempo, que podían mantenerse bien, e incluso fácilmente, bajo control. Era lo que era y aún sentía que podría convertirse en sacerdote".
Ciertamente yo no quise nunca llegar a ser un sacerdote, y tuve –precisamente a partir de mi vida en Londres– una creciente convicción de que mi manera de ser, mi singularidad sexual, era parte esencial de mi talento. Creer esto en 1966, estar seguro de esto, era una novedad que yo, en mi aislamiento londinense, creía que era una experiencia que sólo yo experimentaba. No se trataba de un razonamiento analógico, nunca he necesitado –declaro esto con sencillez– de ninguna explicación acerca de mí mismo. Ya entonces, con veintiséis años, había enumerado todas las explicaciones y había cerrado el circuito de la justificación. Como Michael Meade estaba persuadido de que la libertad es una necesidad conocida, el aquilatado peso del propio corazón, la propia sensibilidad. Pero yo fui en Londres un solitario errante durante muchos años. Incluso durante mis cuatro años de Filosofía en el Birkbeck College, donde fui relativamente sociable e hice algunos amigos, me sentí solitario errante y empeñado en escribir poemas y relatos a la vez que lamentaba, sin decirlo, mi falta de elocuencia. Iris Murdoch me fascinó desde un principio por una elocuencia narrativa dentro de la cual yo era equivalente a muchos de sus personajes o a muchos lados de muchos de sus personajes.
Hasta que no llegó esta misma tarde del 18 de junio una llamada de El Cultural, no me había dado cuenta de que este año celebramos el centenario de Iris Murdoch (1919-2019) y yo estoy ahora escribiendo dos novelas cómicas a la vez (Iris Murdoch siempre decía que la novela es esencialmente un género cómico, como la vida humana). Tengo cien folios entre las dos novelas, que ahora van confluyendo en una sola a la cual faltan otros doscientos folios más o menos para cerrar la configuración completa del relato. Y da la casualidad de que ahora mismo, en una semana, he releído –aparte de la traducción de Andreu Jaume de La soberanía del bien y su excelente introducción, cuatro novelas de Iris Murdoch seguidas en unos diez días: Nuns and Soldiers, The Black Prince, The Sea, The Sea y Time of The Angels. ¿Y por qué he releído a Iris Murdoch ahora? Porque necesitaba rehacer de nuevo la experiencia de la resolución y la desenvoltura narrativa. Un relato es una experiencia, una configuración plegada sobre sí misma. Escribir un relato es desplegar esa experiencia única y personal que, como las novelas de Iris Murdoch, designa lo universal mediante la inmersión en lo particular y concreto. Releo a Iris Murdoch estos días con enorme fruición para coger carrerilla y correr, a lo largo de lo que queda de este año, ochocientos metros en menos de dos minutos. La ejercitación narrativa y la ejercitación deportiva son lo mismo, incluso a los ochenta y con una fuerte artrosis articular. ¿Pero –se preguntará el lector– cómo andas de articulación mental? Todavía no estoy logrando hacer en el tiempo debido mis primeros ochocientos metros. Iris Murdoch entendería a la perfección lo que me pasa.
Releo a Iris Murdoch estos días con enorme fruición para coger carrerilla y correr 800 metros en menos de dos minutos. Ella me entendería a la perfección
Con todo y con ser esta reflexión la más ajustada a un incondicional lector y meditador de nuestra autora, deja aún mucho por decir, y en especial en lo relativo a la conjunción de filosofía y novela. La introducción a La soberanía del bien de Andreu Jaume que he mencionado más arriba se titula precisamente así: Iris Murdoch: entre la filosofía y la novela. "Murdoch –nos dice Andreu Jaume– estaba tratando de desbaratar los esfuerzos por encorsetar la ética y la moral con patrones científicos y universales, llamando la atención acerca de las particularidades del individuo a lo largo de su historia y pidiendo una nueva configuración de las virtudes a la luz de este cuidado". Y más adelante, en el mismo ensayo, añade: "Murdoch terminó por dedicarse en especial a la novela porque aquello que le interesaba filosóficamente –la vida moral– podía estudiarse y representarse mejor a través de la literatura…".
Con estos dos textos tengo suficiente para responder a dos últimas preguntas acerca de Iris Murdoch. A saber: por qué a los ochenta años sigo leyendo sus novelas y animando a que el lector haga lo mismo, y por qué considero que estar entre la filosofía y la novela es una cualidad impagable para un escritor. La filosofía de ayer y de hoy contiene todo el humanismo y toda la ciencia que necesita el hombre de nuestros días para realimentar su imaginario. Hay que saltarse, por supuesto, una parte de los tecnicismos de ambas disciplinas para que el fluido intelectual penetre de verdad en la conciencia. Eso es lo que hizo Iris Murdoch contando historias de personajes a lo largo de sus ochenta años de vida.