¿Qué es un autor? Un nombre asociado a un número de obras. ¿Qué es un autor para nosotros? Quizás las lecturas de esas obras que emprendimos en diversos momentos de nuestra experiencia, condensados por la memoria y retomados desde el ánimo y la capacidad actual de nuestra conciencia. Un autor es un asunto personal. Mi asunto con Iris Murdoch es que pese a la casi intimidatoria lista de novelas que publicó siempre se me aparece como la autora de El mar, el mar y El príncipe negro, con un puñado de satélites desprendiendo agradables reflejos alrededor. Podría decir que entre 1973 y 1978 Murdoch fue la novelista más en forma de Inglaterra, pero quizás sea más justo afirmar que ambas novelas compiten con Ulises y Al faro como los principales logros narrativos de la literatura británica en el siglo XX.
Si la preeminencia de Murdoch no se aprecia con tanta claridad quizás se deba a su rareza, una rareza particularmente rara, pese a que sus novelas, por complejas y matizadas que sean, no le cobran al lector la tasa de acceso de la dificultad (uno de sus poderes es hacernos parecer más inteligentes al leerla que de costumbre); ni tampoco abordan cuestiones extravagantes: al contrario, uno de sus temas recurrentes es la locura del enamoramiento, la más corriente de las ocupaciones del ser humano adulto. Si nos parece que Murdoch lleva las páginas que dedica a la fascinación entre humanos a extremos inverosímiles (y con frecuencia criminales) quizás sea que hace mucho que no nos tomamos en serio la lectura del periódico.
Murdoch es una moralista de primer orden, una pensadora sagaz, pero donde no tiene rival es en la puesta en escena
La rareza de Murdoch deriva más bien de que su poética nunca ha quedado alineada con las corrientes literarias dominantes. Las modas cambian y la posición excéntrica de El mar, el mar se mantiene constante. En tiempos de experimentación verbal, saltos en el tiempo y libertinaje tipográfico las novelas de Murdoch preservaban una superficie narrativa plácida: se puede pasar de Orgullo y prejuicio a El príncipe negro sin transiciones. En tiempos de férrea adoración por lo verosímil, la honestidad y la documentación artesanal Murdoch nos introduce en espacios caprichosos, dominados por un tiempo lento, lleno de trampantojos, independiente de hitos sociales reconocibles. Que desde ambas perspectivas los propósitos de Murdoch parezcan anticuados nos informa mucho menos de sus novelas (originales, imprevisibles…) que de la entrañable pretensión de que existe una manera de escribir más acorde a "los tiempos". Las novelas de Murdoch transcurren en los espacios engañosos de los cuentos de hadas, pero somos nosotros quienes creemos en duendes.
Allí donde Shakespeare triunfó en su antojo de encajar la novela en una obra de teatro (aunque necesitó dos: las dos partes de Enrique IV) Murdoch parece haber satisfecho su capricho de subir la novela a un escenario. Murdoch es una moralista de primer orden, una pensadora sagaz, construye grandes personajes… de acuerdo, pero donde no tiene rival es cuando se trata de "escenificar" una narración larga. Los talentos teatrales de Murdoch son variados: disfruta del nervio dramático de dirigir a sus protagonistas hasta el núcleo de embrollos formidables; tiene la capacidad (a primera vista artesanal y con un poco de reflexión casi sobrehumana) de que el lector visualice a todos los personajes que participan en sus complicadas escenas dialogadas, y es una maestra de la puesta en escena: ¿qué son sus novelas sino representaciones de trastornos narcisistas, alteraciones de la percepción, ataques prolongados de celos? Parece como si Murdoch en lugar de explorar las mentes de los personajes con el vocabulario y el instrumental del psicoanálisis (como tantos de sus colegas) hubiese subido sobre las tablas los trastornos encarnados para examinarlos "teatralmente".
Entre la generación de Martin Amis circulaba esta ocurrencia: "Es más complicado de recordar que una trama de Iris Murdoch". Amis bromeaba desde la admiración: ninguna novela que merezca la pena puede contenerse en la memoria. Pero la broma invita a reflexionar sobre la extensión de las novelas de Murdoch, una sensación de espaciosidad que no depende solo del número de páginas, sino de las complicaciones de la trama, como si Murdoch se propusiera reproducir los "avances narrativos" de la vida: sus acelerones y desvíos, sus reiteraciones y complicaciones, que solo terminan con el telonazo final. Auden dijo que a los bienaventurados se les podrá observar desde cualquier ángulo porque no tendrán nada que esconder, lo que vemos de los personajes de Murdoch no siempre nos convence como observadores de la moral ajena, pero como espejos resultan muy persuasivos.