El viaje y la representación coral de la naturaleza humana son un doble pivote de la narrativa de Pedro Sorela (Bogotá, 1951-Madrid, 2018). Algo así como un compendio de ambos intereses es lo que trabó en su última novela, Quién crea la noche. Una lectura impaciente del comienzo puede provocar algún desconcierto. Empieza hablando de un joven experto en reparar ordenadores el cual, llevado por la curiosidad, accede a las tripas del aparato que está arreglando y encuentra un intrigante documento relativo a un extraño profesor, una autoridad en alimentos olvidados cuya simpática historia de pintoresco gastrónomo se cuenta a continuación. Este asunto ocupa los dos primeros capítulos y al llegar al tercero nuevos personajes desplazan a los anteriores. Ahora requieren la atención las tormentosas relaciones entre una estudiante y su antiguo profesor de una exótica materia, “Límites y deslímites”.
Con saltos parecidos continúa la narración a lo largo de 35 apartados. Un nexo circunstancial permite el salto de unas a otras anécdotas independientes, una variante de la estructura encadenada que utilizó hace medio siglo Luis Romero en La noria ceñida a un solo día en Barcelona. Solo que Sorela la aplica a un ámbito planetario y a lo largo de un dilatado tiempo reciente. Así aparece el motivo del viaje. La novela discurre a lo largo de innumerables países de Oriente y Occidente. A la vez, la variedad de tipos y de situaciones facilita mostrar múltiples caracteres y conflictos humanos. Algo parecido había hecho ya el autor hace años en Cuentos invisibles, gavilla de relatos en la que peripecias autónomas atraviesan el planeta y sirven de base para recrear experiencias humanas intensas. En buena medida, Quién crea la noche supone la reescritura articulada de esa recopilación de cuentos.
No estoy muy seguro de que Sorela hubiera considerado definitiva esta novela póstuma. Quizás le habría dado vuelta.
Los múltiples paisajes, urbanos y naturales, proporcionan a la novela el gancho de curiosas y plásticas descripciones. Este aliciente encuentra todo su valor al servir de escenario a la multiplicidad de personajes. Con ellos el autor firma un generoso catálogo de ocupaciones laborales, algunas bien modestas, propias de nuestro tiempo, y con mayor frecuencia profesiones liberales que reafirman algunas querencias temáticas del autor, el mundo académico y profesoral, y el del periodismo, al que ya dedicó una incisiva novela. No escapan a su mirada circunstancias típicas de hoy, el paro y la precariedad en el trabajo. En contraste también encontramos gente acaudalada o sofisticada o muy culta. En suma, una imagen coral del mundo. En la cual no falta, para que el retablo sea veraz y entero, la vida dura y dramática de humildísimos seres abocados a la esclavitud, la emigración –otro viaje, atroz éste, en patera– y la venta del cuerpo, terrible alternativa que una chica asume como mal menor en un mundo brutal.
En ese mundo imaginario variado y complejo muy suyo persistía Sorela en sus últimos días y lo trasladó a Quién crea la noche, la novela que finalizó poco antes de su muerte, según informa la cubierta del libro. No estoy muy seguro de que el texto publicado póstumo lo hubiera considerado definitivo. Quizás le habría dado una vuelta de tuerca más. Encontramos asociaciones gratuitas: a una chica le miraban los pechos, de “pezones grandes y oscuros como pecados originales”, su cuerpo provocaba “tortícolis en los hombres” y al caminar “parecía una modelo rodando un anuncio del cielo entre las paredes rotas de una guerra”; a otra chica “había que besarla poco a poco, a pedacitos: cada beso era una obra en sí misma”. Hay frases envaradas (“se vuelve adicto a la belleza”) o inexactas (“no hay edificios, solo casas bajas”). Tampoco faltan tópicos rutinarios sobre las tesis doctorales, las entretelas universitarias, el turismo cultural o las mujeres (algunas “admiten una primera mirada sin consecuencias, pero no una segunda”). Estos y otros descuidos extraños en un escritor exigente y con pericia limitan el mérito literario y empañan el interés y la amenidad de una novela culta y emotiva con un rosario de historias, más raras que corrientes, que trasmiten una apuesta a favor de la libertad, la aventura y el disfrute de la vida.