Walter Gropius: La vida del fundador de la Bauhaus
Fiona MacCarthy retrata a Gropius como un hombre heroico y desmiente que fuese el miembro más gris de la famosa escuela
23 julio, 2019 10:16Walter Gropius (Berlín, 1883-Boston, 1969) siempre ha dado la sensación de ser el miembro más gris de la Bauhaus. Mies van der Rohe tenía su rascacielos color whisky y sus mármoles simétricos, y Marcel Breuer sus aleteantes tejados de mariposa y las sillas voladizas de mimbre que no faltan en el comedor de ningún arquitecto. Los rasgos distintivos de los diseños de Gropius son más insulsos –tejados planos, esquinas de vidrio–, y han quedado absorbidos en el repertorio general de la iconografía moderna. Incluso su único intento acabado de levantar un rascacielos que llevase su marca –la torre Pan Am de Manhattan– es difícil que levante pasiones.
Fiona MacCarthy (1940), autora de libros sobre lord Byron y William Morris, reconoce el problema de imagen en el prólogo a Walter Gropius. “Uno de los mitos, y no el menor, con el que he tenido que lidiar al escribir su vida es la idea de que Gropius era doctrinario y aburrido”, afirma la autora, que culpa de esta caracterización a ¿Quién teme al Bauhaus feroz?, de Tom Wolfe, y a la autobiografía de Alma Mahler, primera esposa de Gropius. MacCarthy tiene una percepción diferente. “Lo considero una persona heroica en muchos sentidos, un romántico y un optimista, un gran superviviente”, describe. No solo eso: “Sexualmente, no era ni mucho menos despreciable”.
Ahora bien, ¿la virilidad –arquitectónica o de cualquier otra clase– es razón suficiente para leer la detallada crónica, casi año a año, de la trayectoria de Gropius desde su infancia como el tímido hijo de un funcionario miembro de la burguesía berlinesa hasta convertirse en socio del mayor despacho de arquitectura de Estados Unidos, pasando por el húsar con bigote, el fundador de una de las escuelas de diseño más influyentes del siglo XX y el refugiado de la Segunda Guerra Mundial? ¿Necesitamos otro arquitecto heroico?
El propio Gropius se sentiría avergonzado ante el enfoque de la autora, ya que pasó gran parte de su vida profesional trabajando en contra de la idea del genio individual y a favor de la de una arquitectura en colaboración. Su techo y su plan de estudios proporcionaron a otras personas el espacio para que desarrollasen su talento, y esa es la clase de construcción que vale la pena aplaudir. MacCarthy no parece apreciar la importancia de la innovación colectiva. En vez de ello, ofrece al lector un mar de nombres, así como los detalles de un sorprendente número de aventuras amorosas pre y extramaritales, dejando que sean otros los que comenten la obra de su protagonista.
Este año se cumple el centenario de la fundación de la Bauhaus, un acontecimiento que ha dado lugar a diversas exposiciones internacionales, además de a una marea de nuevos estudios eruditos, entre ellos este libro. Sin embargo, la biografía de MacCarthy no parece un producto de 2019. Hoy en día el heroísmo, el romanticismo y el diseñador individual no son lo que preocupa a la historia de la arquitectura y el diseño. La actual profesión de arquitecto está examinando su relación con el genio, el poder y los salarios, mientras que los historiadores del diseño están recuperando a las mujeres, antes desterradas a los telares como alumnas de la Bauhaus. Incluso en el contexto de una escuela de diseño progresista, Gropius y sus compañeros les dieron menos oportunidades que a los hombres.
El 4 de diciembre de 1926 se inauguró el edificio de la Bauhaus en Dessau. Asistieron al menos 1.500 personas. “¿Qué tenían los edificios Bauhaus que impresionaba tanto a la gente?”, se pregunta MacCarthy. “Para empezar, el espectáculo, las grandes superficies de vidrio en el ala de los talleres conectada con el bloque principal, dedicado a la enseñanza y la administración; los dos edificios enlazados por un puente sobre pilares que atraviesa la carretera de acceso”.
Nada de ello es evidente ni lo suficientemente espectacular. El edificio de la Bauhaus, en tanto que materialización de la escuela y obra arquitectónica, es uno de los logros más importantes de Gropius. Todo él merece ser descrito en detalle y en contexto, desde las lámparas hasta las alfombras, pero ¿qué publicaciones suplicaban información e imágenes a Ise Gropius, segunda esposa de Gropius y publicista no remunerada, y Lucia Moholy, primera mujer de Laszlo Moholy-Nagy y fotógrafa extraoficial de la escuela?
La construcción debería ser la cumbre de la carrera de Gropius, a nivel personal y de la Bauhaus como grupo. La autora, en cambio, pasa volando por todo ello. En conjunto, no parece que le interese demasiado la arquitectura, pero sale en defensa del edificio Pan Am, que califica de “resplandeciente” y evocador de “una gran escultura minimalista”. Las aportaciones más duraderas de Gropius a la modernidad fueron una serie de proyectos que no llevaban su nombre en la placa de la puerta. La escuela de la Bauhaus reimaginó la educación artística del siglo XX como una tarea colectiva que acabaría por abrirse a la industria y procuraría llevar a las masas un diseño funcional y barato.
Cuando el sueño murió clausurado en 1933 por los nazis, muchos de sus maestros emigraron a Estados Unidos e intentaron volver a ponerlo en marcha en escuelas de las zonas rurales de Carolina del Norte, así como en Chicago y Harvard, donde Gropius, nombrado director del Departamento de Arquitectura de la Escuela Superior de Diseño, se dispuso a preservar el legado de la efímera escuela en un archivo y una exposición en el Museo de Arte Moderno.
Maccarthy retrata a Gropius como un hombre heroico y desmiente que fuese el miembro más gris de la Bauhaus
En 1945, el arquitecto fue invitado a unirse a un nuevo estudio formado por siete profesionales más jóvenes que él, entre ellos varios exalumnos y, algo poco corriente para la época, dos mujeres: Sally Harkness y Jean Fletcher. The Architects Collaborative (conocido como TAC) funcionaba como un colectivo. Cada uno y cada una de sus miembros dirigía sus propios trabajos, y todos se reunían una vez a la semana para hacer críticas a los respectivos proyectos. Michael Kubo ha escrito sobre lo desconcertante que esto resultaba. Gropius podría haber sido una marca. ¿Por qué sumarse a un equipo? Porque así había trabajado desde el principio. Gropius no es ni mucho menos el único arquitecto que no sabía dibujar, y todo lo que hacía era una producción conjunta. “La ideología del pasado siglo nos enseñó a ver en el genio individual la única encarnación del arte puro y verdadero”, decía en Alcances de la arquitectura integral (1956). En un ensayo de 1972, su socia Sally Harkness añadía: “Hoy en día, los jóvenes combaten un estilo de vida, un estilo de práctica, y se dan cuenta una vez más de que las fórmulas estereotipadas son demasiado restrictivas”. En su opinión, el mito del genio individual era intolerable para las mujeres, ya que separaba la vida pública de la privada y las relegaba a la cocina.
MacCarthy dedica poca atención al TAC. Se centra sobre todo en el Centro de Posgrado de Harvard (1950), uno de los primeros proyectos conjuntos del grupo, y dedica más espacio a los encargos artísticos que a la arquitectura. La vida y las aptitudes de los socios de Gropius apenas entran en escena. Sin embargo, el experimento del TAC con su liderazgo no jerárquico, su inclusión de las mujeres como socias en pie de igualdad y el llamamiento de Gropius y Harkness a desmontar el culto al genio hombre individual son mucho más relevantes para el discurso actual de la arquitectura que la ecuación un hombre, un rascacielos.
Para salvar a Walter Gropius de su mala reputación hay que hacer una valoración honesta de su talento. El arquitecto jamás habría logrado imponerse a Marcel Breuer y Van der Rohe en su campo, pero si su vida puede enseñarnos algo es que a veces hay que redefinir el terreno de juego.
© New York Times Book Review