Harkaitz Cano (San Sebastián, 1975) recrea en su última novela, La voz del Faquir, la vida (y la muerte, y la pervivencia: esos pasos también son relevantes) del cantautor Imanol Larzabal, rebautizado aquí Imanol Lurgain, reinterpretados él y su entorno desde una mirada anclada en 2019, con la conciencia de dibujar no solo el retrato de un individuo sino también el de una generación y un país, y por eso mismo, calibrando la proporción de realidad, mucha, con especulación, alguna. Por lo tanto, estamos ante una ficción, en la que Larzabal/Lurgain nace bajo el franquismo, se compromete desde pronto con la libertad y la "lengua prohibida", esto es, el euskera, milita tempranamente en ETA, la abandona enseguida a causa de sus convicciones pacifistas (ni un arma quería tocar, tampoco antes de 1975), roza el éxito pero tendrá que conformarse con la aureola del culto, ama y viaja y se equivoca, y experimenta uno de los mayores vértigos de su existencia al conocer el asesinato de Yoyes, Arakis en la narración, a manos de sus ex compañeros de la banda armada. Un vértigo sentimental, visceral, ético, que cambiará para siempre su trayectoria y la de la sociedad vasca.
Cano conduce la narración mediante la linealidad cronológica, con la excepción de un prólogo y un epílogo (al que califica de "Bonus track") circulares que se ambientan en el presente para mostrar al autor que afronta la escritura del libro que tenemos entre manos. Hay algún pasaje más complejo y exigente, como la recreación del asesinato de Arakis, unas páginas que conforman un bucle obsesivo; pero en general los aspectos estructurales no son los decisivos aquí, ni llamativos. Cuentan mucho más dos retos de distinta índole: en primer lugar, la construcción del personaje protagonista, un tipo sólido y noble, pero al mismo tiempo capaz de pequeñas mezquindades ligadas a la envidia o el miedo, cuyo talento es tan innegable como heterodoxo. El Imanol de Cano es creíble y emocionante: "Canciones es lo que hace, trovador es lo que es", leemos en un pasaje muy logrado, entendiendo que, más allá de esa verdad, a nuestro hombre la historia lo arrastra, espanta o modela tanto como a cualquiera de nosotros. Y nos desobedece a todos por igual, claro.
Me conmueve descubrir similitudes en los conflictos mostrados por el libro, en esa tensión irresoluble entre militancia e instinto
En ese salto de Imanol a los conflictos colectivos reside el segundo reto que afronta La voz del Faquir: contar una historia del País Vasco con toda la dificultad previsible y sin caer en gratuidades, pedagogías, silenciamientos o maniqueísmos. Creo que lo logra razonablemente, y añadiré otra cosa: Larzabal nació en 1947, como su alter ego ficticio, y más o menos como el padre del narrador y el mío (en el último caso, 1945: latitudes catalanohablantes, convicciones políticas semejantes a las descritas aquí, colección de discos muy parecida a la que pincha Cano, con especial hincapié en Paco Ibáñez, que es personaje secundario de la novela). Por ahí, me ha conmovido descubrir muchas similitudes en los conflictos mostrados por el libro, en esa tensión irresoluble entre militancia e instinto, progresismo y reacción, amistad y traición. La lectura también me ha alentado, y ahora hablo en primera persona, a repensar algún matiz de mi propia herencia familiar y cultural. Así pues, Euskadi no tiene por qué monopolizar toda aproximación posible a esta novela, aunque sin duda las cataliza.
El narrador de La voz del Faquir se detiene a menudo en observaciones o divagaciones sobre temas diversos. Las páginas sobre San Sebastián (la ciudad y el santo) son espléndidas, igual que muchos fragmentos sobre la naturaleza de la canción, tan extrapolables a cualquier disciplina artística. En cambio, hay menos política de la esperable (sí como atmósfera y tablero histórico, pero no como disquisición). Al final, un autobús de ALSA nos sume en la certeza de haber asistido a la restitución de una derrota.