Edmund Fawcett. Página Indómita. Barcelona, 2019. 288 páginas. 22,90 €
Hace unos días Vladimir Putin sentenció: "El liberalismo está obsoleto". No se trata de un diagnóstico inocente, pues Putin necesita que sea cierto para justificar su propia alternativa autoritaria, pero él no es el único que lo piensa. Ni siquiera es una voz minoritaria. La ola populista que recorre Occidente como consecuencia del último gran colapso del capitalismo y de la nueva revolución tecnológica ha puesto de moda la sospecha de que el modelo demoliberal elevado al trono de la historia por Fukuyama ya ha cumplido su función: el invento, tras casi tres siglos ofreciendo una meta de igualdad y libertad, no da más de sí.
El desprestigio político que alimenta la desafección, la deriva económica que amplía la desigualdad, la soledad geopolítica tras las deserciones de los Estados Unidos de Trump y el Reino Unido del Brexit -otrora referentes de pluralismo- y el escaso atractivo que ejercen los ideales liberales en comparación con la potencia hipnótica de la identidad nacional, de raza, género o clase han alumbrado un nuevo género ensayístico que oscila entre el aviso sereno y el casandrismo desatado en torno a la muerte del liberalismo democrático y su sustitución en marcha por no se sabe aún qué competidor iliberal. De la autocracia nacionalista rusa al turbocapitalismo sin democracia chino; del tradicionalismo húngaro o polaco al retorno neomarxista que opone la soberanía del pueblo a las instituciones democráticas que dividen el poder.
Fawcett se pasa el libro haciéndole la autocrítica al liberalismo y esa honestidad al revisar sus convicciones delata al buen liberal
Hay motivos evidentes para la inquietud, pero quizá la inquietud sea el estado natural del liberalismo. Que no es propiamente una ideología sino más bien una práctica, una tradición derivada de un temperamento. De algún modo instintivo todos distinguimos aun verdadero liberal de uno que lo es solo de pacotilla -como lamentaba Baroja de los liberales españoles-, pero nos cuesta explicar por qué. De ahí la luminosa utilidad del ensayo de Fawcett, veterana firma de The New York Times tras décadas en The Economist, biblia de los liberales anglosajones. Sabemos que Fawcett es un verdadero liberal porque se pasa todo el libro haciéndole la autocrítica al liberalismo; y esa irrenunciable aversión al dogmatismo, esa honestidad a la hora de revisar las propias convicciones es señal definitoria del buen liberal, de igual modo que el constante abuso de la etiqueta como tarjeta de presentación suele delatar antes una aspiración coqueta que una fe sincera practicada con obras. Liberalismo es tolerancia en acción, escribió Pessoa; es estar dispuesto a entenderse con el que piensa de otro modo, pensó Marañón. Quizá por eso mismo, en una era condicionada por la intransigencia digital -las identidades estancas en las que el algoritmo nos confina y que han traicionado el sueño de libertad prometido por internet-, cunde el desánimo respecto del porvenir del trabajoso sistema de contrapesos que ha hecho a los hombres más prósperos y pacíficos de lo que nunca soñaron ser.
El liberalismo es un credo muy delgado; de ahí su debilidad, pero también su atractivo. Fawcett identifica con precisión los cuatro principios que lo definen: "a) La aceptación de que el conflicto moral y material no puede ser eliminado de la sociedad, sino tan solo contenido y quizá encarrilado de manera fructífera; b) la hostilidad hacia el poder no sometido a control, ya se trata del poder político, económico o social; c)la fe en que los males sociales pueden ser curados y en que la vida humana puede mejorarse; d) el respeto, respaldado por la ley, que tanto el Estado como la sociedad deben mostrar hacia la vida y los proyectos de las personas, independientemente de lo que estas crean y de quiénes sean". Y en realidad no hay mucho más. Por eso, por el vasto espectro de tendencias que cumplen estas condiciones, hay y habrá sin contradicción insalvable liberales de izquierdas y liberales de derechas, entre los cuales -no sin estirar un poco las categorías- incluye el autor lo mismo a Willy Brandt que a Thatcher; a Mitterrand y a Kohl. Fawcett conoce a fondo la nómina de los pensadores que, guiados por el común deseo de sacudirse tutelas eclesiales o aristocráticas, fueron levantando el edificio liberal desde la Ilustración a nuestros atemorizados días: de Kant a Mill, de Constant a Tocqueville, del Sastre existencialista a Rorty. Y muestra una habilidad especial para desenmascarar tanto a conservadores, que no creen en el progreso, como a izquierdistas, que no creen en el mercado.
La única pega que le ponemos a este pedagógico manual que transmite el genuino corpus teórico y práctico del liberalismo es que se centre en las tradiciones de cuatro únicos países: Estados Unidos, Reino unido, Francia y Alemania. De estudiar el caso español, habría descubierto que aquí el libertarismo -impuestos bajos, individualismo y que el pobre se arregle como pueda- ha fagocitado demasiado a menudo el liberalismo, cuya apuesta por el capitalismo bienestarista (emprendimiento y redistribución) debe ser firme e indivisible para seguir ofreciendo una esperanza de continuidad al mundo libre.