En un wéstern que no logro recordar, un personaje se planta ante el desierto y, advertido por alguien de que ha llegado a la frontera con México, vuelve su rostro a la cámara y dice: “Las fronteras están para atravesarlas”. Y al galope que se va. No está mal esa escena repleta de dramatismo cool y viril, pero la frase no es necesariamente cierta: hay fronteras en las que nos instalamos, irresueltos, y en ellas fundamos un nuevo territorio, o bien nos desgastamos lentamente sin fundar nada en absoluto ni resolver cómo orientarnos. La narradora Eider Rodríguez (Rentería, 1977), cuyo libro Un corazón demasiado grande se presenta como una apuesta fuerte de Random House en este otoño, ha hablado del concepto de frontera en alguna entrevista a propósito de estos seis relatos en voz baja y registro realista, cuya superficie invita a citar a Carver, Cheever y otros maestros de la insinuación en el detalle. Es verdad que los personajes que nos esperan aquí se sitúan en posiciones precarias, inciertas, algo que resalta todavía más cuando la primera persona toma el mando. Que sirva de ejemplo “¿No notas nada raro?”, en el que una mujer queda con su madre, intuye algo irreparable en su comportamiento, se resiente de las fricciones inevitables de cualquier relación materno-filial… Y poco más. Por debajo, se insinúan conflictos identitarios probablemente irreparables (imposibles de atravesar, por lo tanto) que tienen que ver con la clase social, las expectativas familiares o el paso del tiempo. “Cada una de nosotras se esforzaba por huir de su origen, ella a través del estilo y yo a través del intelecto”: al galope sin llegar nunca al otro lado. Al final de cualquier relato de Rodríguez, como es lógico, solo queda la perspectiva de la pérdida final.
Este volumen nos ofrece relatos suspendidos en incógnitas, pendientes de detalles nimios, y profundamente morales
Así pues, Un corazón demasiado grande nos ofrece relatos suspendidos en in-cógnitas, pendientes de detalles nimios o sustanciales (la carne quemada que sobrevivió a un incendio, por ejemplo), y yo diría que profundamente morales (si entendemos que el moralista es quien da un paso atrás para describir su propia época al margen de las proclamas urgentes; no esperen otra cosa más fácil, aquí no hay higiene maniquea ni asideros para la buena conciencia), aunque parapetados tras una exigencia de misterio implícito. La escritura y estructura es siempre técnicamente impecable (la propia autora firma la traducción, en ocasiones acompañada por Zigor Garro y Lander Garro), con chispas de humor desasosegante. Pero si algo convierte a Rodríguez en una autora oportuna y valiosa, es la tendencia que ya hemos comentado a desarmar cualquier señal ética que tranquilice al lector ofreciéndole una lectura unívoca: no es fácil saber qué conclusiones extrae la narradora de “Hierba recién cortada” acerca de su vecina Arantza a partir de su pedazo de intimidad que acierta a entrever casualmente. Tampoco es fácil saber qué conclusiones sacamos nosotros mismos.
En la presente edición, Un corazón demasiado grande (publicado en euskera en 2017) viene acompañado por una antología de relatos fechados entre 2004 y 2012. Aparte del pequeño matiz de que seis relatos de la autora son una medida más ajustada que veinte para afrontar una lectura conjunta, volver la vista atrás en su producción es bien revelador. Tanto en forma como en temática, parece claro que ha recorrido un camino de desnudamiento u ocultamiento: algunas de sus anteriores historias tienen un punto de obviedad ingeniosa (pienso en la oficina para el suicidio o el relato que hace la cuenta atrás de la vida de una familia) que, sin estar “mal”, no es el punto fuerte de la autora; en algún caso, como “Ojos de abeja”, diría que incluso se traicionan ciertas convicciones estilísticas del conjunto; y en general, son páginas menos misteriosas que las recientes. A cambio, hay dos textos, “Carne” y “El verano de Omar”, excepcionalmente ambiguos, incómodos, no se sabe si terribles o tiernos. De nuevo: morales. No es poca subversión.