Al lector común, no a los que debemos mirar más lejos por oficio, le debe de parecer Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) un escritor en extremo disperso. Alguien que salta de las guerras napoleónicas en El húsar, anuncio de un narrador privilegiado, al Siglo de Oro con las andanzas de un espadachín; que lo mismo recrea los narcocorridos mexicanos que el viaje de unos académicos ilustrados españoles a Francia para traer la Enciclopedia; que da vida tanto a un grafitero como a un espía franquista. El presumible desconcierto se le acrecentará ahora al ver que se sumerge en la alta Edad Media en un libro cuyo título, Sidi, remite, sin necesidad de mayores aclaraciones, a un personaje emblemático de la historia nacional.
Tal impresión a primera vista es errónea y Pérez-Reverte resulta ese autor por completo coherente y hasta unitario que el profesor de Edimburgo Alexis Grohmann ha mostrado en un iluminador libro reciente, Las reglas del juego. Podría decirse que toda la obra del escritor conforma una narrativa de valores –los hay en los libros aludidos con intensidad y hasta vehemencia– incorporados sin impertinentes moralizaciones ni didactismos al vértigo de sucesos y anécdotas de una prosa de acción y aventuras.
También Sidi es una novela de valores. Ahora con un reto preliminar para el autor: el personaje histórico-legendario carga en su mochila el nada leve peso del símbolo. A veces de mito patriótico y nacional. Nadie recuerda, por suerte, el engendro teatral que el jesuita Ramón Cué perpetró en los años cuarenta, Y el Imperio volvía, en el que El Cid le hacía solemne entrega a Franco de la Tizona. Por otra parte, el estudioso Cesáreo Bandera sostuvo una hipótesis que identifica la imagen mayestática del héroe medieval con Cristo. Varias interpretaciones más convierten al infanzón de Vivar en un icono múltiple.
La plenitud del arte de narrar a partir de un léxico actual coloreado con voces antiguas asegura un magnífico relato, del todo revertiano
La primera precaución de Pérez-Reverte ha sido despejar a su Sidi de toda la parafernalia alegórica que lo rodea, pero sin desnudarlo por completo porque entonces el Cid habría quedado reducido a un cualquiera, y ni fue ni puede venderse como un guerrero corriente. Se nos muestra en un terreno específico, el de la privacidad, el caballero que sufre la injusticia real y, en compañía de sus deudos, afronta una vida de penurias. Inteligente, perspicaz y bravo, tiene primero que solventar el presente. Permite el engaño a unos judíos avariciosos (no se anda Pérez-Reverte con minucias eruditas que habrían anestesiado la historia: ni siquiera menciona por su nombre a Raquel e Vidas). Pelea con ejemplar denuedo. Y resulta humano al verse tentado por la hermana del rey moro de Zaragoza, seducción que no figura en el famoso Cantar.
Pérez-Reverte aplica al Cid un tratamiento desmitificador del que sale, sin embargo, la imagen rotunda de un héroe de frontera, un mercenario, aureolado de virtudes sobresalientes. No traza todo su recorrido histórico, solo unos pocos meses posteriores a su expulsión de Castilla. Tiempo suficiente para que el personaje revele sus cualidades. Para que veamos en él la mezcla de pundonor y abnegación. De bonhomía. También de brutalidad. Traza el autor límites justos para que convivan lo excepcional y lo cotidiano, el ser arcano e inaccesible y el próximo a los suyos por compartir con ellos penalidades y riesgos.
Así va delineando Pérez-Reverte la estampa del héroe que desemboca, al fin, en su propósito literario habitual: proponer un tipo asociado a un valor, como ya he dicho. Dignidad, esfuerzo, rectitud, sentido práctico, principios firmes serían las notas principales que definen a su personaje. Un modelo del pasado, aunque, como ocurre en la buena novela histórica, con efectividad y proyección actuales. No quisiera frivolizar esta imagen cidiana, pero podría aplicarse a este Cid novelesco un concepto de nuestros días: en Sidi tenemos a un emprendedor competente.
Nunca cae, sin embargo, Pérez-Reverte en el modelo abstracto. Como el resto de sus novelas, Sidi muestra una concreción absoluta. Con tal rasgo se impregna a la amplia galería de personajes, a cristianos, moros, amigos y enemigos. No son seres imaginarios planos, responden a un prurito de caracterización, psicológica y externa, que los individualiza suficientemente. El marco histórico posee una plasticidad máxima por la intuitiva selección de los materiales históricos y costumbristas más oportunos para recrear una época terrible. La plenitud del arte de narrar a partir de un léxico actual coloreado con voces antiguas asegura un magnífico relato, del todo revertiano, placentero y nada inocente: el autor apuesta por un modelo moral y de comportamiento.