La novela canónica tiene sus virtudes evidentes. El tiempo fluye como ha de fluir, y eso permite que el autor se recree en el marco temporal. Cierto es que hay momentos históricos sobre los que se ha puesto la lupa a conciencia, pero eso no es un problema para que cualquier narrador vuelva a la época más significativa en el desarrollo de una ciudad.
No cabe duda de que Ildefonso Falcones (1959) “se sabe” el autor de Barcelona, y que existe una Barcelona que ha erigido a beneficio de inventario. Con El pintor de almas nos presenta a Dalmau Sala, dibujante de cerámicas –y retratista– que vive la Ciudad Condal de principios del siglo XX. El autor se vale de Dalmau y de su tortuosa relación con Emma, una anarquista prototípica, para ahondar en dos puntos que quedan algo acartonados: el tormento del artista y la conflictividad social de la Barcelona de principios del siglo pasado. Al margen de esto, sí está bien tratado el sempiterno conflicto entre la burguesía catalana y los radicales de Lerroux, que hace hasta un cameo. Se cuenta bien el cómo y el cuándo el “Emperador del Paralelo” manipuló a conveniencia el descontento de una ciudad que iba entrando en la modernidad. Hay una intención clara de sobrevolar la Historia con una épica que, por momentos, recuerda a Zola.
Excesivas páginas, es verdad, para contarnos las vicisitudes de un pintor de trinxaires, de los niños de la calle de una ciudad primorosamente descrita. Aparte de cierta previsibilidad, es en esa captación de ambiente donde está el mayor mérito de la novela. Evidentemente, el tono bizantino de los amoríos del pintor llega a cansar, aunque esto queda solapado por la capacidad empática de Falcones cuando, con lirismo, describe las adicciones del protagonista en los tugurios de Barcelona.
Es en el capítulo del arte donde más se aprecia el trabajo de documentación. De ahí que nombres como Puig i Domènech, Picasso o Gaudí aparezcan junto a descripciones precisas de cómo en Barcelona se fue creando el caldo de cultivo idóneo para las diferentes corrientes artísticas que se retroalimentaron en la urbe. Podría haber quedado en mero pastiche el retrato de un pintor y sus fantasmas, pero Falcones adquiere vuelo literario en estas lides tan proclives al trazo grueso. Al margen de la excesiva paginación, a Falcones hay que destacarle las virtudes del narrador limpio de digresiones. Quizá porque, sabiendo cuál es la fórmula de su novela, no es preciso perderse en experimentos.