Con Joan Margarit uno se encuentra ante la transparencia del dolor de vivir. No hay transmutación de un lenguaje que indulte ese desnudamiento de la confesión y tampoco hay desnudo, en el sentido de un despojamiento del artificio retórico: lo que hay es una nitidez de la fotografía íntima y emotiva del autor.
No hay tensión entre el lenguaje y la perpetuación de un enigma interior que se vaya desgranando, porque en la poesía de Margarit el cauce de lo que se nos dice no aspira a la correspondencia, sino a la entidad de un sujeto. Es una poesía que quiere comunicar lo que siente y dotar a ese hilo de una integridad política y moral. Para eso prescinde de la literatura como armazón, del fuego de metáfora, para erguirse en un discurso ético. Es una poesía que cree fielmente que la poesía debe tener mensaje, que el lenguaje y la música no bastan. En ese sentido es una poesía testimonial que reconforta al que espera reconocer las emociones que anhela.
Esto parece fácil leyendo a Margarit, pero es difícil. Por eso a quien busca la poesía como espejo de esos sentimientos que anteceden al descubrimiento de uno mismo, sólo puede entusiasmarle la poesía de Margarit, que es puro realismo español. El hecho de que escriba en catalán y en castellano quizá sea necesario aislarlo del momento político actual y no me parece especialmente relevante: ahí tenemos a Pere Gimferrer con obras cumbre como Hora foscant o L’espai desert en continuo diálogo con su poesía anterior y posterior en español. Lo que yo celebro aquí es el testimonio poético de un hombre que ha sabido nombrar un dolor colectivo. Que le ha dado la fuerza de una autenticidad que nos raspa en los ojos, que nos ciega la boca.
La poesía de Margarit es única porque es el testimonio lírico de un hombre, es un autorretrato que ni siquiera escarpa en el nervio verbal, porque le basta con una verdad que lanzarnos de frente. En ese sentido, como en toda la larga tradición realista española, el poema no se entiende sin su acompañamiento biográfico. Es decir: el poema acaba en sí mismo, pero antes fue encarnado en su propia vivencia. Una vez que se escribe se comparte. Una vez que se comparte, es el dolor de todos y nos hace encontrarnos casi a salvo de la brusca intemperie de vivir.