"Un verdadero alivio escribir esto sabiendo que es lo último que escribo", afirma Juan Antonio Masoliver Ródenas (Barcelona, 1939) en la penúltima página de Desde mi celda, las memorias que acaba de publicar. El tono crepuscular, los aires de despedida, se hacen sentir desde el arranque del libro; y no sólo porque también allí pueda espigarse alguna que otra declaración en el mismo sentido, sino porque el propio texto, en su apresuramiento, en su aparente desorden, en sus constantes cambios de dirección, en sus vertiginosas sucesiones de nombres de personas y lugares, parece sugerir un ejercicio de vaciado interior, una especie de liquidación total antes de un silencio escritural que, sin embargo, admite excepciones: “Sé que la poesía –matiza a continuación de la frase antes citada– está siempre al acecho para que no cumpla con mi palabra”.
Poeta tardío, en efecto, además de profesor, crítico literario y novelista con declarada querencia hacia lo autobiográfico –en estas memorias suministra las claves que permiten identificar a los referentes de algunos de sus personajes de ficción–, Masoliver plantea sus memorias como una serie abierta de preguntas en torno al sentido de la vocación literaria y los azares que contribuyen a la formación de un escritor. En su caso son obvios: el entorno familiar, y muy especialmente el ejemplo y apoyo de su tío Juan Ramón Masoliver, que escribía en La Vanguardia y llegó a ser director de su suplemento literario, fueron decisivos a la hora de encauzar en esa dirección los azarosos pasos de un joven precozmente inclinado a la lectura obsesiva, a la vez que temperamentalmente reacio a la enseñanza reglada y a la posibilidad de haber seguido una carrera más convencional.
Con frecuencia el memorialista ironiza sobre estos apoyos: por ejemplo, al hablar de sus años “de libertad y libertinaje” como crítico cuando su tío “era el director de la página de libros”. En vano buscará el lector en estas memorias, más allá de alguna declaración retórica sobre la vanidad de los esfuerzos literarios, un relato de las dudas y dificultades, materiales y de otra índole, aparejadas al desempeño del oficio de escritor. Por el contrario, el personaje que Masoliver delinea en este libro -desenvuelto a la vez que reservado y displicente, atractivo, ambicioso y descreído a un mismo tiempo– no parece tener ninguna necesidad de valerse de dos de los recursos más socorridos del género: el lamento y la palinodia; ni siquiera cuando promete abordar -y deja el propósito elegantemente en el aire– el análisis de ciertas espinosas cuestiones personales.
Del poco interés del memorialista por fijar con precisión datos concretos de su vida queda constancia ya en las primeras páginas de su libro; y por ello no extraña que en el último tercio del mismo se abandone ya abiertamente todo intento de narración cronológica y se dé paso a una especie de monólogo digresivo, con modales de dietario personal, en torno al presente del escritor, su (feliz) situación afectiva, el estado de sus relaciones literarias y sus sentimientos de extrañeza y decepción al regresar a los escenarios de su infancia –la localidad barcelonesa de Masnou– después de haber vivido en Londres durante décadas.
No se abstiene el anciano Masoliver de algún que otro comentario sarcástico sobre la hegemonía social del independentismo o sobre el grado de incivilidad al que parece abocada la vida contemporánea. Aun así, desde esa declarada voluntad de apartamiento, el memorialista dedica buena parte de su pausada reflexión sobre la vejez al papel que en su nuevo estado siguen jugando sus relaciones literarias, inseparables de las meramente amistosas; porque, como afirma en un curioso pasaje sobre el amiguismo en los premios literarios, “un lector exigente tiene amigos exigentes”, y por eso no es extraño que los escritores que el crítico termina favoreciendo sean también sus amigos.
La nómina de amigos y conocidos evocados en estas páginas no tiene desde luego desperdicio: desde el profesor Martín de Riquer, que lo fue del joven Masoliver, al atormentado poeta Gabriel Ferrater, de quien hace una memorable evocación en apenas página y media. Todo en estas memorias parece dictado por esa misma urgencia. Y el respiro no llega hasta la última página, que es un poema.