José Varela (1944), historiador de larga trayectoria acreditada por anteriores trabajos, nos entrega un libro muy ambicioso por los objetivos y por las fuentes manejadas, que lleva hasta sus últimas consecuencias el género del ensayo a lo largo de mil páginas enjundiosas y sugerentes, cuya lectura siempre es ágil y clara. Cierto es que la aparición del libro coincide con un intenso debate, agitado por varios títulos y “contratítulos”, polémicos y jugosos, sobre la manoseada Leyenda Negra. Pero quien se acerque al texto de Varela Ortega entenderá enseguida que las ideas que vierte llevan pergeñándose en su cabeza mucho tiempo. El libro es, pues, oportuno y no oportunista. Sin embargo, encaja bien en esta interesante querella, y lo hace proporcionándonos una perspectiva distinta y muy meditada.
Varela trata de explicar cómo se ha construido la imagen de España y de los españoles en el extranjero a lo largo de la historia. El nivel que le interesa es el de las representaciones, imágenes gráficas, literarias, ensayísticas, cinematográficas y, en general, todo eso que cala en la mentalidad colectiva y crea opinión. Lo que analiza es la relación de las imágenes con la realidad. Estudia estereotipos, eficaces y potentes simplificaciones que han servido a otros pueblos para conocer España desde lejos. El estereotipo es preformativo, sirve para comprender porque reduce lo complejo y lo desconocido. Todos los usamos respecto de los demás países; aquí no hay excepciones. Evidentemente, pueden ser injustos y deformantes, pero resultan eficaces. De ahí una relevante aportación del libro: constata cómo los relatos estereotípicos se imponen a la verdad de los hechos.
Varela Ortega nos deja claras dos cosas. La primera es la asombrosa estabilidad de los estereotipos sobre España, particularmente los que se crean en la época de la Monarquía de los Austrias y en el Romanticismo. Y la segunda idea central del libro es que estos estereotipos son contradictorios, o más exactamente dicho, están constituidos por pares de antónimos que se solapan; son la cara admirativa y la denigratoria de una misma construcción imaginada.
Varela Ortega promete un apasionante recorrido que nos descubre no cómo somos sino cómo nos han visto
Cuando España fue centro de un poderoso imperio mundial, se confrontaron dos imágenes de los españoles. Una admiraba la bravura, la hidalguía y el valor de quienes combatían en todo el mundo por sus ideales y su patria; la otra insistía en la crueldad, la codicia y el fanatismo de esos mismos guerreros y clérigos. Hubo entonces una verdadera guerra de propaganda y, como acertadamente señala el historiador, España perdió la batalla. De ahí vino el arraigo de una Leyenda Negra confirmada después por el ocaso político de la Monarquía de los Austrias. En el siglo XVIII, desactivado el poderío imperial hispano, los philosophes encontraron en los españoles el prototipo de la decadencia, incluso la degeneración, y así lo que antes había sido evaluado como admirable lealtad a los ideales religiosos y políticos, ahora era paradigma de ignorancia, superstición y atraso. El Romanticismo cambió el equilibrio entre figuras imaginadas y otra vez resultó apreciable el arrojo (mostrado en la Guerra de la Independencia), pero no desapareció el reverso oscuro de una imagen anclado en el inconsciente foráneo. Porque incluso para los extranjeros más seducidos por esa España idealizada, su atractivo residía en que la consideraban una nación fosilizada, cuyo interés derivaba de su desconexión del progreso y de la modernidad.
El fascinante arcaísmo que querían ver en esa construcción fantasiosa suponía insistir en el fanatismo, religioso y atávico. Triunfó una variante del orientalismo entonces en boga, basado, en el caso español, en la singularidad de la huella musulmana, hibridada con la pervivencia del espíritu de los guerreros de la cruz y la vida de frontera. Creyeron descubrir una raza peculiar fuerte pero estancada, por eso mismo atractiva, según la mentalidad de las naciones poderosas del siglo XIX. No se olvide que esta mirada sobre España es obra, en buena parte, de la mentalidad protestante atacada con complejo de superioridad cultural y avalada por el racionalismo biologicista de entonces. Acertadamente dice Varela que, desde el punto de vista de la imagen, la Guerra Civil supuso una suerte de neorromanticismo, la confirmación de la visión dramática y poética de los españoles. Si en 1808 lucharon de modo ciego y generoso contra los invasores, en 1936-39 la matanza fratricida presentaba de nuevo lo mejor y lo peor del supuesto carácter español, proclive a encarar la lucha entre el bien y el mal.
¿Y hoy? El autor lleva su estudio hasta el presente y, en contra de la visión que quiere ver en la Transición el gran cambio en la percepción de España en el mundo, él lo traslada más adelante, a principios de los 90, cuando la Conferencia de Paz árabe-israelí de Madrid (1991) y los fastos de 1992. La cuestión es si estos tópicos duraderos se han apagado, o si siguen vivos de una u otra manera. La cuestión es también cuánto se ha contribuido desde la propia España a alimentarlos, porque los estereotipos se han mostrado útiles para potenciar el atractivo turístico del país; recordemos el legendario Spain is different, vigente aún querámoslo o no. En definitiva, José Varela nos promete un apasionante recorrido que nos coloca frente a un espejo y nos devuelve una imagen muy particular de nosotros: no como somos, sino como nos han visto y nos ven los extranjeros. No es cómodo, evidentemente, pero invita a pensar en nosotros desde otra perspectiva, y a reflexionar si hacemos lo mismo con los ciudadanos de otros países.