Para empezar con un elemento informativo, digamos que Nuestra parte de noche es literatura de género, una novela de terror que abraza las reglas de esa disciplina narrativa con un rigor, una explicitud y un entusiasmo indisimulables, festivos (macabramente festivos). Es cierto que los relatos de Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973) ya lo eran, pero aquí hay un salto más desacomplejado, una asunción de modelos y tópicos rastreables en las formas más populares o masivas del gótico, así como la minuciosa elaboración de una mitología ocultista menos disimulable en sublimaciones alegóricas que su nouvelle Éste es el mar (Random House, 2018).
Con ello pretendo advertir de que, si entre nosotros queda algún lector que necesite de excusas ambivalentes o prestigiantes para acercarse a una horror-story sin fruncir el ceño, más vale que deje correr este último y adictivo Premio Herralde. Para entendernos: Nuestra parte de noche se publica en Anagrama y podría hacerlo en Valdemar. En ambos catálogos, ocuparía un puesto de honor.
Hacía tiempo que un autor contemporáneo no lograba “engancharme” como lo hicieron estas casi setecientas páginas, y me doy el gusto de utilizar ese verbo tan cliché y de barra de bar porque en verdad la Enriquez ha escrito un novelón inabandonable, de los de pasar un par de noches insomne hasta llegar al final. Luego, acabarlo sigue sin ser abandonarlo, porque entonces se despliegan ante el superviviente todas las posibilidades interpretativas de esta historia de familias perversas, sectas malignas y rituales sangrientos.
'Nuestra parte de noche' es perturbadora, llena de oscuridad, un tratado sobre la maldad, un novelón inabandonable
Por lo demás, la novela es perturbadora, llena de oscuridad, con voces narrativas que aceptan las mayores crueldades y depravaciones de clase con la naturalidad del fatalismo y del privilegio. Este es un tratado sobre la maldad, apenas desafiada por algunas formas asediadas de lealtad, amor y juventud. También es un greatest hits de situaciones y recursos archisabidos: los adolescentes en bicicleta alrededor de una casa encantada a lo Stephen King, las mágicas arquitecturas imposibles de un Danielewski, las perforaciones e incisiones y escarificaciones de un Clive Baker o del martirológico gore francés (para cualquier aficionado a ese nicho cinematográfico será fácil establecer paralelismos razonables con la muy cruda Martyrs, otro relato en el que dolor y trascendencia van de la mano), ecos de fotogramas de Polanski o Friedkin. Y al mismo tiempo, con la naturalidad ajena a compartimentos estancos de un ente devorador, aquí también está la tradición argentina, claro que sí, Cortázar y Borges y Ocampo, la lección disfrutona de Laiseca con su placer por contar historias con decapitación jovial.
Pero insisto: el segundo linaje no es blanqueador del primero, ninguno de esos estratos queda subordinado a otros: cuando Nuestra parte de noche dice “Un Dios”, dice “Un Dios”; cuando dice “Historia de Argentina”, sin duda dice “Historia de Argentina”. Ambos planos de realidad son convocados con una fe aprendida en la doble visión de William Blake, según la cual todo lo que podemos imaginar pasa a conformar el tejido del mundo con igual certeza.
La novela aspira al encaje perfecto de las piezas: lo consigue casi siempre, y casi siempre sin impostación
El mundo que Nuestra parte de noche quiere que imaginemos (es decir, que conozcamos) es aterrador. Voy a enumerar algunas lecturas posibles de este libro. Es una historia sobre la herencia familiar y su impacto mucilaginoso en las parejas. Es una historia sobre paternidad o filiación, sobre la crueldad que se necesita para lograr ejercer el bien y no solo la docilidad. Es una novela sobre el Poder, sobre lo rápido que viajan él y su mellizo el dinero en un mundo a dos velocidades. Es una novela sobre el deseo, incontrolable y multiforme, lindante con la muerte o la violencia. Habla de amistad. En gran medida, y con minucioso morbo, habla de cuerpos: torturados, desaparecidos, violados, auscultados o intervenidos por la medicina, radiografiados, poseídos por almas negras, cercenados, humedecidos por el calor o por el ardor, secuestrados. Cuerpos pobres y cuerpos ricos. Cuerpos que albergan mentes dañadas, reverberantes, en conflicto con sus propios sentidos y con la posibilidad de la felicidad.
Quizás, a fin de cuentas, quepa sintetizar todo lo anterior en una sola afirmación: Nuestra parte de noche es una novela sobre la Argentina en la segunda mitad de siglo, sobre el cuerpo profanado o invocado de Perón, sobre las dictaduras y las familias omnipotentes que matan y nada ocurre, sobre la exigencia de la memoria. Una historia que también tiene sus reliquias, sus fantasmas, sus cadáveres supurantes, sus cárceles-zoológico en sótanos innombrables. Una historia, en definitiva, que Mariana Enriquez lleva ya varios libros sintetizando poéticamente en la imagen constante de una tierra (calles, lecho de ríos, selvas… tanto da) en la que escarbar conduce necesariamente al hallazgo de huesos humanos.
Todo esto, la escritora argentina lo ejecuta mediante una arquitectura narrativa precisa, en un salto deslumbrante de las formas breves de sus relatos previos a la notable extensión de este trabajo. De hecho, para un lector como el que escribe estas líneas, que siempre observa con sospecha los trazos excesivamente calculados o domesticados de las novelas “perfectas”, este es un caso poco habitual de clasicismo narrativo inapelable. La presencia de David Bowie, anunciada sinuosamente en la contraportada, es elegante, puntual y atmosférica (por cierto, nota al margen: desde su muerte, puede que Bowie se haya convertido en el personaje real más mencionado y recreado de la literatura en lengua castellana). Esta novela aspira a la perfección estructural, al encaje perfecto de las piezas: lo consigue casi siempre, y casi siempre sin impostación. Cuando al fin se cierra, lo hace en un linde, en una expectativa: “a veces, ahora, años después”, a Nuestra parte de noche se la ve llamada a ser una puerta entreabierta. Quizás a la ternura, quizás al infierno. A un lugar, en fin, en el que quieres y no quieres estar.