El jurista Antonio Garrigues Walker (Madrid, 1934), rara avis de liberal español, había dado a la imprenta libros de Derecho y de política, uno de dibujos y sabíamos que es dramaturgo (autor de sesenta obras de teatro); pero es ahora, a los 85 años, cuando se da a conocer como poeta (algún poema suyo leímos en Sibila) y publica su ópera prima lírica.
En la breve introducción afirma que “Siempre he escrito poesía y siempre lo haré”, que “forma parte de mi vida”. Por herencia de padre, amigo de los del 27. Fue Pepín Bello quien en un viaje en coche a Venecia le contó todo acerca de “aquellos genios entre los que destacaba siempre a Lorca. Y eso me hizo lorquiano para siempre jamás”.
Con la inocencia del recién llegado, tras aseverar que no sabe “cómo clasificar o adjetivar mi poesía” y que “no me preocupa mucho el tema”, aclara: “Estoy contento –a veces muy contento– con ella”. Por lo mismo, concluye: “tengo una intensa sensación de vértigo, de peligro, de inseguridad. Dudo si será un fracaso esplendoroso o un éxito grande, o aún peor, ni una cosa ni otra. Es lo que tiene ser, a mi edad, un primerizo”.
He leído este libro no sin cautela, lo confieso. La valoración es positiva. Tiene dignidad. Se ve a las claras que la poesía ha acompañado siempre a AGW y que, amén de practicarla, la ha leído. No es poco. Basta con fijarse en la fecha que figura al final de cada poema. El más antiguo es de 1974 (hay otro de esa década, ninguno de la siguiente, algunos de los noventa y los más de lo que va de siglo) y el más reciente (varios) de este mismo año.
Su tono es clásico. De clásicos, ya se dijo, contemporáneos, aunque no falten matices castellanos áuricos. La marca de Lorca, pongo por caso, es perceptible en el uso de ciertas imágenes (“Es la imaginación lo que nos salva”) y en el leve irracionalismo que adoptan algunos versos. Su Lorca es neoyorkino.
Los poemas son extensos y discursivos y el ritmo es sugerente y muy cuidado: suenan muy bien, más quizá leídos (teatralmente) en voz alta, a lo que se alude en uno de ellos.
Son poemas de la experiencia, en el más amplio y poco tendencioso sentido. Los que puede escribir un hombre ya mayor que ha vivido intensamente. Alguien que ha conocido y tratado a muchas personas (con don de gentes y mucho mundo, se decía antes) y con grandes dosis de empatía y resiliencia. Lo menos parecido, se me antoja, a un poeta al uso. De ahí que sus poemas sean tan vitales. Tan claros y directos. Lúcidos. Y que su lenguaje se adapte tan bien a lo que quiere expresar.
El libro consta de tres partes. En la primera, “Corazón acerebrado”, el amor prima. Más que el amor (y esto es algo extensivo a toda la obra), las mujeres, verdaderas protagonistas de un volumen que se titula como se titula. Por eso la muerte es el asunto de la segunda parte, “Homenajes”, donde la mera presencia del dedicado a Santiago Castelo (¡excelente!) justificaría por sí solo la publicación de este libro.
En la tercera “El sabor de lo oscuro” (donde está el emocionante “Diálogo de una madre sobre su hijo”), sorprende la carga política. Se critica sin concesiones a la izquierda y a la derecha, se rememora una matanza escolar en Osetia, se oye el silencio en Fukushima y el miedo de “la gente” en todas partes, verdadero culpable de seguir tolerando los abusos de “los que mandan".