Ernesto Caballero

Autor y director teatral

Amén

Cultura, comodín léxico que lo mismo vale para un roto taurino que para un descosido de alta costura. Como con otros tantos vocablos, (democracia, pueblo, legitimidad, fascismo…) se puede ir del digo al Diego con la misma soltura que un candidato presidencial; como nos recuerda Humpty Dumpty, la cuestión sobre lo que se puede hacer con las palabras sólo radica en saber quién es el que manda. Nada más.

Y pues que de mandar se trata, cabe esperar que los que ahora van a hacerlo den sentido a ese vasto concepto que comprende desde la imagen que tenemos del mundo hasta las creaciones artísticas y su ineludible y singular industria. Un sentido y un propósito del que esperamos tener noticia tras un clamoroso silencio en campaña de todas la formaciones en liza.

Si bien es cierto que el político ha de situarse en un discreto segundo plano en relación al hecho cultural, en ocasiones ese plano se convierte en un inopinado punto de fuga por el que salen escopetadas las responsabilidades. Con todo, entre una óptica rigurosamente liberal que deja a su suerte al creador y a su público lidiando en la plaza del libre mercado, y una drástica intervención estatal que termina decidiendo y controlando los contenidos artísticos, cabe una cumplida labor propiciatoria de un arte en libertad de y para la ciudadanía

"Hay que fomentar una cultura ciudadana y cosmopolita más allá de las exaltaciones de pintorescos hechos diferenciales, casi siempre revestidos de cursilería victimista"

Un proyecto cultural de envergadura debiera tomar conciencia de las grandes oportunidades que ofrece nuestra riqueza patrimonial, de la que sobresale una lengua compartida por millones de hispanohablantes. El punto de partida habría de ser la regeneración de nuestro sistema educativo, donde la ciencia y las disciplinas humanísticas irían de la mano en aras de forjar ciudadanos conscientes de su dignidad y capaces de confluir en torno a unos objetivos cívicos; que eso y no otra cosa es ese relato común que tanto seguimos echando en falta. Ello propiciaría una cultura abierta, diversa, superadora de las pequeñas rebatiñas partidistas y de las trabas identitario-administrativas que dificultan la fluida circulación de las obras por todo el territorio. Una cultura ciudadana y cosmopolita más allá de las exaltaciones de pintorescos hechos diferenciales, casi siempre revestidos de cursilería victimista.

Probablemente, el mayor riesgo que corre hoy nuestra cultura sea la propensión a convertirla en mera propaganda, en virtud de una esquemática ideologización partidista convencida de ocupar el lado correcto de la Historia. Los vientos del sectarismo carecen de capacidad autocrítica, especialmente cuando soplan a babor; de ellos surge una suerte de clientelismo del artista comprometido y la proscripción de quien nada a contracorriente. Universidad, medios, artistas… nos hallamos ante el reto de defender a ultranza la libertad de expresión. Deberíamos alentar la proliferación de planteamientos estéticos e ideológicos diversos y contrapuestos, arrostrando las molestias que siempre originan los dogmas cuando son zarandeados. Evitaríamos, así, el narcótico de autocomplacencia y sentimentalismo adolescente propagado en tantas misas laicas que el poder celebra para que, una vez más, digamos amén.

Alberto Olmos

Escritor

Eliminar todos los premios de Cultura

Parece ser que mucho famoso, mucho escritor, dice no a ser nombrado ministro de Cultura. No le compensa; no quiere meterse en fregados. Por ello, un ministro de Cultura, a la hora de determinar qué va a hacer con las artes, debe preguntarse antes de nada por qué dijo sí a esa cartera como de cómic antiguo que te dan cuando te meten en Moncloa.

Si dijo sí porque lo de ministro mola, se liga más y te invitan a comer, yo creo que poco puede aportar a la Cultura. Si dijo sí porque cree que sabe lo que nos conviene, y qué cambios realizar y qué dineros subrayar o detener, a lo mejor no necesita consejos. Es muy difícil aconsejar a un ministro de Cultura porque a fin de cuentas la Cultura no la hace el ministerio. A mi modo de ver, lo que hace casi siempre el ministerio de Cultura es ir en contra de la Cultura.

Siempre que toca pensar en esta administración, me acuerdo de las palabras de Francisco Umbral según las cuales Educación y Cultura son antónimos. También es interesante lo que dice Sánchez Dragó sobre el ministerio de marras: que no hace falta, pues todo lo que puede hacerse por la Cultura desde el Estado tiene que ver, en rigor, con Industria. La Cultura la van haciendo los hombres y mujeres que escriben, pintan o bailan, no los funcionarios. Y también me suena sensato lo que anota Andrés Trapiello en sus diarios, donde sugiere varias veces que todos los premios del ministerio deberían desaparecer. No me parece mal comienzo para un ministro de Cultura: eliminar todos los premios de Cultura.

"Me suena sensato lo que anota trapiello en sus diarios, donde sugiere varias veces que todos los premios del ministerio de cultura deberían desaparecer. no me parece mal comienzo."

Primero, porque premiar a uno solo entre cientos que escribieron un libro o dedicaron su vida al teatro es ignorar la realidad abundante de la Cultura. Parece decir el premio Nacional que esta novela fue la buena de 2019, y que las demás pueden ser olvidadas; que una sola persona nos hace ya la Cultura. Sin embargo, qué poca Cultura tendría un país que sólo aportara al mundo una novela al año, un poemario o un ensayo. Segundo, porque, si el escritor (o el artista en general) recibe un premio del Estado, tiene la obligación moral de deprimirse. Algo ha hecho mal o demasiado bien, algo no ha acabado de decir o mucho ha decidido callarse. Que te premie el gobierno es como que te metan en el zoo, pues te dan de comer a cambio de limitar tus movimientos. Mi amigo Rafael Reig y yo estamos como locos por que nos den un Premio Nacional, únicamente para poder rechazarlo. Qué grandeza paladeamos en ese gesto, se nos saltan las lágrimas sólo de pensarlo.

Como no creo que el nuevo ministro de Cultura elimine las limosnas del Estado para los artistas, sólo puedo sugerirle que salga mucho de casa, del despacho. Yo quiero a un ministro de Cultura que vaya al cine, al teatro, a la danza; que me lea a mí. Quiero un ministro de Cultura que, no pudiendo ser Cultura, sea su privilegiado espectador de primera fila. Simplemente un hombre o una mujer que dé las gracias por la suerte que tiene de disfrutar de las creaciones de sus contemporáneos.