A pesar de las muchas mudanzas habidas en el género novelesco, nada ha desterrado los grandes modelos, y uno fundamental en el siglo XIX, la novela psicológica, sigue en plena vigencia. En esa forma clásica se inscribe La casa del padre. Karmele Jaio (Vitoria, 1970) presenta el modo de ser de varios personajes: un matrimonio, Ismael, escritor en dique seco, y Jasone, bibliotecaria también con aficiones literarias en pugna con las del marido; la hermana de Ismael, Libe, refugiada en Berlín tras un pasado etarra, y sus padres, ancianos con deterioro físico y mental; más un sobrino del escritor, víctima mortal de su fanatismo abertzale.
Estos individuos configuran un cerrado clan que da pie a un catálogo largo de dolencias del alma. El miedo patológico, la violencia, la culpa, la inseguridad enfermiza, el rencor, las suspicacias dañinas, los celos y hasta la pura maldad son conflictos que alimentan el argumento. La historia se complementa con un ingrediente psico-social y político que supera su cualidad anecdótica y alcanza la categoría de motivo principal: la denuncia del heteropatriarcado.
La narración intimista y la técnica narrativa acentúan al extremo el duro retrato de interiores que pinta Karmele Jaio. Toda la novela está narrada en primera o segunda persona autorreflexiva mediante el encadenamiento de las voces, es decir, de las vivencias singulares, de los personajes. Con ello la autora logra el ámbito espiritual hermético y asfixiante que busca. Pero también bastante exagerado por la acumulación en una sola familia de traumas, retorcimientos mentales o desequilibrios. Ni uno solo de los parientes vive en sosiego consigo mismo, con los demás o con el mundo; ninguno se corresponde con una persona normal y corriente.
Jaio tiene en la cabeza un sugestivo mundo de duras pasiones pero lo supedita a un desarrollo efectista
La intención de presentar un retablo negativamente ejemplar de relaciones humanas dañinas fuerza el uso abusivo de los tópicos. La personalidad de Ismael está amasada a base de lugares comunes: la angustia permanente del escritor, el horror ante la página en blanco, la escisión de la persona entre el hombre y el escritor obsesionado o la epifanía que desencadena la escritura fluida. También resultan los personajes un tanto planos, a pesar de la pretendida hondura de sus conflictos, y a uno de ellos, bastante importante en la trama, un editor, le falta carne para que deje de ser un esqueleto.
Karmele Jaio tiene en la cabeza un sugestivo mundo de duras pasiones, pero lo supedita a un desarrollo efectista. Sucede con el lesbianismo de Libe, con la peregrina historia de la novela que escribe Jasone y usurpa Ismael o con la insistencia en cómo se puede captar la intimidad de una mujer. A veces, sin embargo, le sale una fibra emocional sin retóricas muy sincera. Así ocurre cuando relata el temor ancestral que todavía en nuestros días siguen padeciendo las mujeres ante el macho agresivo y dominante. En la recreación, imaginaria, de una violación consigue páginas palpitantes. Aquí sale la escritora intensa y convincente que, por otra parte, sensible a inquietudes de la hora presente, enfoca toda la novela desde la denominada perspectiva de género.