Dentro de unos días se cumplirán 75 años del bombardeo de Dresde, uno de los episodios más terribles y éticamente reprobables de la II Guerra Mundial, tan pródiga en el catálogo de infamias del género humano, desde el Holocausto a las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, por aludir tan solo a crímenes universalmente reconocidos. En lo esencial, la tragedia de la capital sajona puede ser expresada en unas pocas y frías líneas: a partir de la noche del 13 de febrero de 1945 –es decir, en las postrimerías de la guerra, cuando la derrota del III Reich era cuestión no de meses sino de semanas–, en tres oleadas sucesivas que se prolongaron algo más de 18 horas, un conjunto de 796 bombarderos ingleses y norteamericanos arrojaron cerca de cuatro mil toneladas de bombas que arrasaron la ciudad, produjeron una gigantesca tormenta de fuego y dejaron una cifra de víctimas imposible de precisar pero que las estimaciones más recientes evalúan en 25.000, solo en muertos.
Como es sabido, las dos principales cualidades que distinguen los grandes conflictos bélicos de la época contemporánea son la tecnificación y el carácter de guerra total, entendiéndose esta última en el sentido que nadie quedaba a salvo y la población civil constituía también un objetivo militar. En suma, tanto uno como otro rasgo terminaban por desembocar en lo mismo, matanzas masivas, a menudo indiscriminadas, a veces planificadas como genocidios, en un contexto político de exterminio del enemigo, para el que algunos teóricos (el más renombrado, George L. Mosse) propusieron el concepto de brutalización. Si partimos de estos referentes resulta obligado que nos preguntemos qué tuvo de especial el bombardeo de Dresde y por qué se convirtió en símbolo de la barbarie.
Para entenderlo hay que tener en cuenta dos cosas, estrechamente relacionadas: la primera, que Dresde era la joya de Sajonia, una de las ciudades más exquisitas de Alemania. Con un centro histórico primoroso en el que el trazado medieval de sus calles se había llenado de suntuosos edificios barrocos, con un modélico trazado urbano y una burguesía emprendedora, con una impresionante vitalidad artística e intelectual, Dresde –la “Florencia del Elba”– constituía el más acendrado paradigma de irradiación cultural, orgullo no solo de Alemania sino del conjunto de la Europa ilustrada. En segundo lugar y precisamente por ello, la ciudad representaba la antítesis de un campamento o instalación militar. No era un centro de operaciones bélicas, ni siquiera tenía valor estratégico: no era –no podía ser– un objetivo militar.
Apoyándose en los diarios y testimonios de los supervivientes, McKay deambula casa por casa para detallar un escenario dantesco
Pero lo fue. Los argumentos –que no razones– en buena medida teorizados por el mariscal del aire británico Arthur Harris (apodado carnicero Harris), uno de los responsables del ataque, se centraban en tres puntos: la importancia de destruir instalaciones civiles que servían a las necesidades militares (tejido productivo del enemigo); la necesidad de pulverizar la red germana de comunicaciones (Dresde era un punto neurálgico en este sentido) y en tercer lugar la voluntad de desmoralizar a la sociedad alemana en su conjunto, a la que de algún modo se hacía corresponsable de los crímenes del III Reich. En última instancia el argumento definitivo –que luego se emplearía para rendir a Japón– era que el método, la destrucción indiscriminada, podía ser brutal, pero esa brutalidad era la que contribuiría a adelantar el final de la contienda.
La mayor parte de estas consideraciones están en el libro Dresde. 1945 de Sinclair McKay (Londres, 1967), pero no como reflexión o en forma de teoría política, sino insertas en un relato trepidante que trata de dar cuenta desde todos los puntos de vista posibles de lo que ocurrió en Dresde antes, durante y después de la fatídica noche del 13 de febrero. McKay no es historiador profesional y no ha querido hacer un libro de historia sino más bien una especie de crónica periodística atenta sobre todo al latido humano de los protagonistas, es decir, las víctimas de la masacre. Apoyándose en los diarios, recuerdos y testimonios de los supervivientes, McKay parece deambular calle por calle y hasta casa por casa para detallar con admirable precisión un escenario dantesco, en el que pronto vislumbramos que las palabras a duras penas sirven para describir la magnitud del horror. Dos ilustres testigos de la tragedia, Victor Klemperer (sus diarios están traducidos al español: Quiero dar testimonio hasta el final, Galaxia Gutenberg) y el futuro novelista Kurt Vonnegut le sirven de lazarillos pero la mayor parte de estas páginas se centran en los vecinos normales y corrientes que tratan de sobrevivir a la hecatombe, salvar a sus seres queridos o incinerar a los muertos y arrojarlos a gigantescas fosas comunes.
Se aludió antes al afán de McKay de abarcar todas las perspectivas de la tragedia, lo cual supone que la ya mencionada atención prioritaria a las víctimas se complementa con una mirada a los victimarios, es decir, a los tripulantes de los aviones que descargaron las bombas, esos muchachos que se dirigieron a cumplir su misión volando durante miles de kilómetros toda la noche, entre el frío, el miedo y la incertidumbre. La minuciosidad del autor le lleva en algunas ocasiones a detalles sorprendentes como precisar los elementos del “interior austero e incómodo” de dichos aviones, del mismo modo que alude de modo recurrente a la sensaciones táctiles u olfativas de los espectros que recorren las calles asoladas de Dresde tras el diluvio de fuego. Bien podría decirse que McKay trata de hacer en este libro algo muy parecido a lo que cinematográficamente realizó Christopher Nolan en Dunkerque, la conjunción de todas las miradas posibles en un cuadro omnicomprensivo.
El resultado es ciertamente brillante, con una prosa ágil –bien traducida al castellano–, unos capítulos más bien breves y un tono general que aúna el rigor de fondo con la amenidad para no ahuyentar al lector no especializado. En consonancia con ello, se han abreviado al máximo notas y aparato bibliográfico. El lector en español que quiera profundizar en el tema dispone de la reedición este mismo año de Dresde, el bombardeo más controvertido de la Segunda Guerra Mundial de Frederick Taylor (Ariel); El incendio. Alemania bajo los bombardeos, 1940-1945 de Jörg Friedrich (Taurus) o El final: Alemania, 1944-1945 de Ian Kershaw (Península).
El tema sigue despertando controversias y reacciones viscerales, sobre todo en Alemania. ¿Realmente era necesario reducir Dresde a escombros y matar a miles de inocentes? ¿Se merecían los alemanes de a pie ese castigo? ¿Fue Alemania también víctima? ¿Casos como este ponen en cuestión la supuesta superioridad moral de los aliados? El bombardeo de Dresde no es un capítulo cerrado de la historia reciente.