Más memoir que novela, y casi tan ensayo como memoir, No entres dócilmente en esa noche quieta es el libro que Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971) dedica a la figura de su padre muerto, un hombre que pasó tres décadas arrastrando una salud precaria que condicionó su carácter y sus relaciones familiares. El autor emprende la composición del libro en junio de 2017, exactamente dos años después del fallecimiento, y nos confiesa que “en literatura, si hay que ser sincero, se escribe para saber de qué se escribe”: en este caso, ese aprendizaje le conducirá a comprender mejor las dimensiones del tiempo, la irrebatibilidad de su paso, en paralelo a una indagación descarnada acerca de la ternura cruel que recorre cualquier relación entre un padre y su hijo. Es verdad que la muerte del progenitor siempre es un tema importante para los escritores, y que sus consecuencias pocas veces han sido tan bien sintetizadas como aquí: “supone el paso de lo velado a lo desnudo. Entre uno mismo y la muerte ya no hay nadie, ya no hay nada, salvo el cuerpo exiguo”.
Pero esa pérdida de un techo que proteja bajo la finitud de nuestros días solo es uno de los hilos, cierto que el central, de los que tira este libro casi obsesionado con preguntarse por qué está siendo escrito, cómo debe escribirse.
La pérdida del padre es uno de los hilos, el central, de los que tira este libro obsesionado por cómo debe escribirse
Aunque esto último es inexacto: en realidad, esas dos preguntas obtienen una respuesta clara en las primeras páginas, cuando el autor confiesa que necesita escribir este libro con independencia de cualquier decisión tomada libremente, renuncia a cualquier modo de ficción y se conjura para ser “honesto”. Admitamos que este último concepto, el de honestidad aplicado a la escritura, es espinoso y ha sido enarbolado con bastante ingenuidad en muchas ocasiones; sin embargo, Menéndez Salmón se refiere aquí a una condición fría, racional, a un distanciamiento que le permita esquivar el sentimentalismo y pensar a su padre como si no lo fuera. Eso es convincente. Establecidas las condiciones del proyecto, el libro se mantiene fiel a ellas casi siempre, en parte porque, como ya he insinuado, tiene mucho de pensamiento, algo habitual en su autor. La presencia de ese hombre enfermizo, difícil, coleccionista (su hijo dice que era un hombre poco creativo, pero yo recuerdo a los personajes del dibujante y guionista canadiense Seth y pienso que, a veces, la pasión coleccionista es una forma lateral de creatividad, obsesiva como ella), alcohólico durante años, temeroso, finalmente bueno, es el tejido vivo sobre el que se construye una ética de la escritura y del legado familiar. En este sentido, de las tres referencias que la contraportada adjudica a la obra (Philip Roth, Amos Oz, Peter Handke), creo que la más reconocible como patrón para sus hechuras es Patrimonio de Roth, cuya descomunal inteligencia narrativa operó allí a modo de moralista.
Precisamente, las referencias literarias y culturales aparecen con recurrencia, de un modo que en esta ocasión resulta más armónico y orgánico que en alguna novela reciente de Menéndez Salmón, y contribuyen a desarrollar la historia de una emancipación personal no exenta de rasgaduras, momentos de dolor e incomprensiones. También es significativa la importancia que adquiere el cuerpo, con sus decadencias, fatigas y limitaciones. Hacia el final, el libro adquiere la textura de las revelaciones, apoyándose en el Interstellar de Nolan, una película sobre la que mi juicio es menos generoso que el expresado aquí, para cerrarse con una aparición que le confiere una circularidad muy lograda al texto y que contribuye a “conjurar la realidad”, tal y como habíamos leído previamente en la primera página. Entonces, dejamos atrás la crónica de una vida paterna marcada por la enfermedad, que resuena en la vida y en el estilo del hijo, en su idea de literatura como cuerpo mutante.