Harold Bloom (Nueva York, 1911-New Haven, 2019) alcanzó una edad tan provecta que le dio tiempo a despedirse varias veces. Pero es casi emocionante que la última serie de libros que escribió reúna tres de sus grandes pasiones y compromisos: Shakespeare, la imaginación literaria y esa obra maestra de la ingeniería mental que llamamos personaje. El lector ya puede comprar su monografía sobre Falstaff mientras se cuecen en el horno de la editorial Vaso Roto libros dedicados al contradictorio carácter de Cleopatra (Antonio y Cleopatra), a la autoridad herida de Lear (El rey Lear), a las estrategias malignas de Yago (Otelo), y los puñales visionarios de Macbeth, todo traducido por Ángel-Luis Pujante a cuyos indiscutibles méritos públicos le añado un agradecimiento subjetivo: con ninguna otra versión del corpus shakesperiano he disfrutado tanto como con las suyas. Cinco volúmenes como cinco soles.
El proyecto es tan feliz que parece dispuesto por uno de esos diosecillos benévolos en los que Harold Bloom nunca se permitió creer. Parece como si con el mismo gesto el gran crítico honrase y rematase la tarea de una vida, pues una de las grandes aportaciones de Harold Bloom a la crítica fue la reivindicación de los méritos y valores propios de la imaginación literaria, ante los cuales el resto de abordajes (históricos, lingüísticos, nacionales, edificantes o semióticos, tanto da) empalidecen de tal modo que no queda otro remedio que subordinarlos.
Bloom dedicó bastante energía (y cuando se trata del viejo dinosaurio sabemos que era capaz de mover cantidades intimidantes) a definir el carácter específico de esta región literaria, que siempre consideró bajo el benévolo dominio de la imaginación. Intento resumir sus ideas en tres puntos. Para Bloom la literatura es un ámbito de sabiduría, en los libros se reflexiona abiertamente y sin cortapisas previas sobre el mundo imperfecto y fascinante donde se nos deja corretear un puñado de décadas. Este conocimiento puede permitirse ser intuitivo, tentativo y contradictorio, pero no acomodaticio y reiterante: el escritor ideal para Bloom es aquel capaz de pensarlo todo de nuevo por sí mismo.
Bloom vuelve al final a tres de sus grandes pasiones: Shakespeare, la imaginación literaria y esa obra de la ingeniería mental que llamamos personaje
Bloom era gnóstico y consideraba el mundo como una copia imperfecta de otros mundos mejor acabados, en este sentido una obra de arte es otro reflejo torcido del espacio donde vivimos, de manera que se le puede exigir una disposición formal audaz, inédita, sin dejar de exigirle que examine aspectos de nuestra vida. De aquí deriva la célebre definición de Bloom de originalidad: una familiar extrañeza. Bloom admiraba los personajes, sutiles herramientas mentales, que permiten exploraciones por mundos hipotéticos desde la escotilla de un carácter a menudo más complejo que cualquiera de los que conocemos. Para Bloom enamorarse de Cleopatra, fascinarse por Yago o temer a los Macbeth no eran señales de inocencia lectora, sino indicios de que nos atrevemos a disfrutar sin inhibiciones de la perturbación (de la invasión de lo real) que propone la literatura.
Estos tres aspectos confluyen en Shakespeare y son los motivos por los que Bloom le consideraba el artista central de Occidente. Además de que la influencia de sus obras puede rastrearse en centenares de colegas diseminados por todos los géneros y por múltiples tradiciones geográficas, ¿qué otro escritor ha pensado tantas cosas por sí mismo? ¿Quién ha tensado la forma dramática para conseguir efectos tan inesperados? ¿Qué otro literato ha logrado, personaje a personaje, explorar regiones de conciencia tan amplios?
Estos cinco libros constituyen una introducción ideal a Bloom, un crítico que, como sus grandes héroes, trató de pensarlo todo por sí mismo
Tampoco es una felicidad menor que la serie monográfica de Bloom arranque con Falstaff. Vitalista, corruptor, entrañable, vago, narrador hechicero, mentiroso compulsivo, tierno, desleal y traicionado hasta un disgusto mortal: Falstaff no es nadie y aspira a ocupar el mundo entero, convencido de que si alguien le destierra de su afecto exiliará también la propia vida, el gusto por existir. El personaje de Falstaff ha sido desde su primera irrupción en el Globe una delicia para los lectores y un padecimiento para los críticos. Abordado desde la concepción edificante de la literatura que dominó la crítica hasta bien entrado el siglo XIX (y que vuelve a subir ahora en la bolsa de valores críticos) Falstaff constituye un escándalo reprobable. Para las tribus teóricas (de ascendencia francesa) que reducían el personaje a una serie de signos sobre un papel, algo que no podía tener carácter ni personalidad propios, el vitalismo y la concreción de Falstaff se convierte en un obstáculo insalvable. El Doctor Johnson apreciaba tanto la compañía de Falstaff como le escandalizaban sus actos y dejó dicho que pese a ser una personalidad imaginaria, era mucho más intenso y estaba mejor perfilado que alguno de sus amigos.
A Falstaff hay que tomarlo tal y como viene, como una presencia impuesta, llena de matices y pliegues, y es justo lo que hace Bloom en este breve y sustancioso ensayo: abordarlo por tantas esquinas como se le aparecen. Incluido el milagro artístico de que el entusiasmo irresponsable de Falstaff proceda de la misma mente que imaginó la melancolía siniestra de Hamlet. El lector no debe lamentar que Hamlet no protagonice ninguno de los libros de esta serie, el príncipe está diseminado por todas partes.
Por lo demás Falstaff, lo mío es la vida también puede leerse como la gira de despedida de una estrella musical: quizás ha perdido el descaro y la frescura de los primeros tiempos, su capacidad de sorpresa ha menguado… pero es infalible el placer con el que el oído reconoce los viejos temas que en su momento nos volaron la cabeza: la influencia, el ego, la representación dramática, el príncipe Hal, la sabiduría, la locura y la traición del arte… Todo reunido para escucharlo por última vez. Y quizás para quien no haya escuchado todavía la estremecedora voz de Harold Bloom estos cinco libros constituyan una introducción ideal a un crítico que, como sus grandes héroes en la ficción y en la vida, trató de pensarlo todo por sí mismo.