Del actual sistema educativo español se dice lo mismo que en tiempos de la II República se decía del campo: es manifiestamente mejorable. Los indicadores mundiales de calidad de las universidades sitúan a las nuestras demasiado lejos de las mejores. Existen islas de calidad pero el conjunto es mediocre. Si bajamos a la enseñanza secundaria el problema es el mismo. Los malos resultados en las pruebas PISA son evidentes, como Gregorio Luri (Azagra, Navarra, 1955) señala en este brillante y rompedor libro.
Tras la Constitución de 1978 el sistema educativo español es un continuo vaivén. En tres décadas, desde que en 1980 se publicase la Ley Orgánica del Estatuto de Centros Escolares (LOECE), llevamos seis grandes leyes sujetas al efecto Penélope –lo que hace un gobierno lo deshace el siguiente– muy negativo para la enseñanza. Los intereses políticos impiden el consenso. Lejos queda la integradora Ley Moyano que promulgada en 1857 sirvió de marco normativo hasta 1970. Por fortuna, están surgiendo análisis críticos destinados a mejorar la educación. Si hace unas semanas nos ocupamos del libro de Andreu Navarra, Devaluación continua, esclarecedor panorama de las cuitas de alumnos y profesores de secundaria, ahora con Luri nos mantenemos en el nivel escolar pero abriendo y profundizando el foco.
La tesis de este libro sostiene que la misión central de la escuela es enseñar al alumno. Educarlo aunque para ello sea necesario someterlo a esfuerzos que pueden ir acompañados de ciertas dosis de estrés. El conocimiento, afirma Luri, implica tensión cognitiva y emocional. Requiere una acumulación de información que pasa por ejercitar la memoria. Esta actúa como “proveedora de contextos que nos permiten comprender aquello a lo que un texto realmente alude”. La escuela no es un parque de atracciones es un documentado y valiente alegato a favor de una enseñanza capaz de conseguir un rendimiento de los estudiantes al nivel de los mejores estándares internacionales. Una buena educación en matemáticas, ciencias y nuevas tecnologías. China, Corea del Sur, o Finlandia lo han logrado.
Brillante y rompedor, este libro es un valiente alegato a favor de una enseñanza capaz de conseguir mejores alumnos
Gregorio Luri acumula una densa y brillante trayectoria profesional. Su posición, expresada en clases, libros, redes sociales y medios de comunicación es, sin embargo, minoritaria. Reivindicar el papel esencial de los conocimientos tropieza con docentes a los que les gustaría convertir la clase en un videojuego en el que las calificaciones no tienen importancia. En tiempos de Google “se ha convertido en un lugar común de la actual pedagogía la absurda tesis de que los maestros ya no son la fuente del conocimiento, porque este se encuentra en internet”. La información, señala el autor, puede estar en el ordenador o en el teléfono móvil, pero el conocimiento es información procesada por conocimientos previos que requieren memoria y reflexión tanto inductiva como deductiva.
Se estructura la obra en tres partes. En la primera se discute la racionalidad pedagógica actual. En ella se denuncia el papel de los profetas de la creatividad que olvidan que la innovación implica esfuerzo. Los denostados deberes tienen sentido y forman parte de un círculo virtuoso entre alumnos, profesores, familias y administración. La segunda parte trata de poner en valor el papel del conocimiento. Para ello Luri recurre a la psicología cognitiva y fusiona lo intelectual y lo moral. Entra en consideraciones respecto a la disciplina en las aulas, la autodisciplina y la educación de la atención. En un momento dominado por los estímulos producidos por las nuevas tecnologías, la concentración requiere una tensión cada vez mayor.
En la tercera parte se vierten a la realidad los postulados expuestos en las dos primeras y se remata la idea de que la escuela no está para que los niños construyan el conocimiento sino para que lo aprendan. No basta con potenciar las habilidades individuales. Por último, conviene señalar que estas páginas no desprecian las experiencias cotidianas de los niños. Quedan aquí entendidas como un posible recurso didáctico, aunque sin ignorar que la experiencia científica requiere una estructura que es la que la educación debe proporcionar.