Juan Eduardo Zúñiga (Madrid, 1919-2020) presenta uno de los perfiles personales y literarios más singulares y sugestivos de nuestras letras contemporáneas. Su silueta fascinantemente misteriosa sugería la densa vida interior de un caviloso observador del mundo. Algo semejante ocurre en sus aficiones literarias, con raíces en la escritura y la sentimentalidad eslavas insólitas en nuestro país. Su obra narrativa posee también sello propio por sus códigos simbolistas, herméticos, fantásticos y elusivos en un contexto creativo, el español, proclive a la fotocopia realista.
Sobre estos pilares vino Zúñiga desarrollando un constante trabajo cultural, ensayístico y literario que se remonta a los primeros años de posguerra y al que se le ha hurtado el debido mérito hasta fechas recientes. Cabe suponer, por tanto, el interés de una recapitulación vital que llegó en forma de memorias hace poco, al cumplir el protagonista de esa experiencia los cien años.
Su título insinuante (el propio autor advertía qué gran importancia tiene el título de un libro), Recuerdos de vida, ya avisa de que la evocación será asimismo un tanto atípica. Lo resulta por dos razones. Porque Zúñiga evitó la menor huella de ego inflado habitual en la escritura del yo. Y porque miró la vida desde un específico prisma, como un proceso continuado de aprendizaje sostenido en el humanismo y en el amor a las letras, al idioma (los idiomas, sin fronteras entre familias lingüísticas), a la literatura y a los libros.
Lo peculiar de Recuerdos de vida radica en la prioridad absoluta de un hilo conductor de la rememoración, el doble relato de un crecimiento interior y de la forja de una vocación en los ambientes hostiles de la terrible guerra y la dura posguerra. Lo uno y lo otro, el asentamiento de la personalidad y las vicisitudes hasta lograr una voz literaria propia, se prolonga entrado el medio siglo pasado y entonces, cuando el autobiógrafo dispone de un diseño vital completo, se corta la evocación. Aunque se entienda tal cierre por coherencia con el discurso mental que guía los recuerdos, resulta abrupto y produce la inevitable impresión de un remate precipitado. Desearíamos conocer más.
Consecuencia de dicho enfoque es el carácter muy ensimismado de la remembranza. Juan Eduardo Zúñiga solo recuperó sucesos que le formaron interiormente: la vivencia infantil de la soledad, el temor durante la guerra, la exclusión del ejército republicano (servicios auxiliares o inútil total) por carecer su físico de la presunta bizarría militar, la aproximación al esoterismo, la atracción por el exotismo cultural egipcio, la seducción de los pueblos eslavos, la adquisición de una conciencia materialista del mundo o la apertura de un portillo en la asfixiante autarquía franquista visitando Lisboa y París. Mención aparte merece el epifánico descubrimiento de Turguénev a partir del cual fundó su peculiar poética narrativa, “trasmitir un mensaje velado y alusivo para que un receptor ignorado pueda entender su propia vida e identificarse”.
He aquí una evocación un tanto atípica, pues Zúñiga evitó la menor huella de ego inflado habitual en la escritura del yo
Todo, digo, supeditado a la forja de una identidad y pagando el precio de prestar escasa atención al entorno, a lo exterior. Apenas sabemos nada de la familia, y a su mujer, la pintora y escritora Felicidad Orquín, le dedica unas pocas líneas, aunque con un inhabitual brochazo de picardía. A Felicidad la conoció en la tertulia literaria del café El Bígaro que el propio Zúñiga fundó con sus amigos Ferres y López Salinas a finales de los 50. Al Café Lisboa, importante foco de una incipiente voluntad de renacimiento de las letras donde compartía ilusiones renovadoras con Antonio Buero Vallejo, Vicente Soto, Francisco García Pavón o Corrales Egea, y a El Bígaro, dos tertulias básicas en el crecimiento de una cultura independiente, sí dedica espacio con interés noticioso. Sin embargo, nada dice de la heredera, la multitudinaria del Café Pelayo, donde conspiraban las huestes literarias del Partido Comunista, en el que Zúñiga militaba, y otros especímenes del antifranquismo artístico.
Se echa en falta, pues, en Recuerdos de vida una mayor materia documental que habría enriquecido su valor informativo y aportado, desde la experiencia del testigo, una mirada más amplia a la narración distanciada de los historiadores. Por ello este hermoso ejercicio de prosa exacta sabe a poco. Aunque, eso sí, deja un mensaje imprescindible en nuestro tiempo de desdén por la cultura. El libro se cierra con una apuesta por el valor colectivo de las letras: “la literatura debe perseguir el espíritu de la época y describir la frondosidad del alma de todos nosotros”. La obra de Zúñiga cumple de sobra esta doble desiderata.