El 4 de junio de 1976 unos jóvenes Sex Pistols llegaron a Manchester dispuestos a poner patas arriba el Free Trade Hall de la ciudad. La entrada costaba 50 peniques y a la llamada de la banda, que se convirtió en uno de los grupos más influyentes del punk, acudieron tan solo 40 personas. A priori no parecía que dicha noche fuera a ser algo memorable. Sin embargo, el destino es en ocasiones caprichoso. Musicalmente no fueron brillantes pero “estaban destruyendo el mito de la estrella del pop o del músico como una especie de dios al que debías adorar”, recuerda Bernard Sumner, que aquella noche se reunió allí con sus colegas Peter Hook y Stephen Morris. Del recinto salieron con un objetivo claro: montar su propia banda.
Al grupo que formaron se unió más adelante Ian Curtis y lo bautizaron como Warsaw, un claro guiño a la canción Warszawa de David Bowie. Sin embargo, en Londres había otra banda con un nombre similar con la que les confundían así que decidieron cambiar el suyo. El nombre definitivo lo adoptaron el 25 de enero de 1978 poco antes de un concierto en el Pips de Manchester. En ese instante nació Joy Division y ellos sí cambiaron el devenir de la música. “Este momento no fue nada clave para ellos, solo era un nombre punk que no significaba mucho pues los nombres de las bandas adquieren otro significado cuando tienen éxito”, explica Jon Savage, que acaba de publicar Una luz abrasadora, el sol y todo lo demás. Joy Division, la historia oral (Reservoir Books) coincidiendo con el 40º aniversario del fin de la mítica banda.
Este volumen es la historia del grupo contada por los protagonistas y las personas más cercanas al círculo de Joy Division. Savage, que en 2017 reeditó la historia de los Sex Pistols bajo el título de England’s Dreaming, reúne entrevistas realizadas durante tres décadas. “Tenía todos los testimonios que hice para el guion del documental Joy Division de 2007. De Bernard Sumner había cuatro horas de conversaciones pero no podíamos usarlo todo. Además, me gustaba la idea de que fueran ellos quienes hablaran y contaran su historia”, comenta al otro lado del teléfono.
De este modo podemos ir descubriendo cómo estos jóvenes fueron moldeando sus gustos durante un periodo en el que Manchester era una ciudad industrial, fea, deshumanizada y en los albores del thatcherismo. La industrialización se abría paso, el trabajo escaseaba y la música era en ocasiones un punto de fuga. “En 1979 la música era muy emocional y física”, asegura Savage. De hecho, Sumner recuerda que hasta los 9 años no vio un árbol. En este contexto, los chavales de Joy Division, en especial Curtis, se refugió en la literatura de Burroughs y Dostoievski hasta rozar la obsesión, en la poesía de Sylvia Plath y en las letras de Jim Morrison. Se dejó seducir por el ritmo de la música reggae, por los Doors, los Stooges e incluso se abandonaba a la filosofía de Nietzsche.
Tampoco la guerra escapaba a la curiosidad de Curtis. Es más, el nombre de Joy Division lo sacó de La casa de las muñecas, una novela escrita por el superviviente de Auswitchz Ka-Tzetnik. En su relato los soldados nazis acudían a un prostíbulo llamado Joy Division en el que las mujeres convertidas en esclavas sexuales eran las prisioneras del campo. Savage no cree que el nombre fuera un problema aunque “había gente que lo mencionaba. Sin embargo, ellos no eran nazis ni fascistas. Les interesaba el tema pero nada más”. De hecho, “en aquel momento en el Reino Unido había muchas librerías en las que se podían comprar libros muy baratos. Muchas vendían libros de historia o de porno blando. Se podía entrar pensando en comprar ficción y salir con una historia de nazis”, recuerda Savage.
En definitiva, Curtis era una persona cultivada que buscaba su propio camino y consiguió escribir sus propias letras llevando su talento a una oscuridad y una poesía que contrastaba con las letras más reivindicativas del punk. Fue una banda que se lo tomó en serio y “trabajaba duro”. Peter Hook recuerda cómo ensayaban dos veces a la semana durante tres horas y de esas jornadas sacaban una canción. “No había manera de grabarlas porque no podíamos permitirnos una grabadora de cinta así que las canciones existían solo en nuestra cabeza. A día de hoy me parece una idea alucinante pensar que Unknown Pleasures, durante la mayor parte del tiempo, solo existió en nuestras cabezas”, escribe.
A esto Sumner añade que les llevó cerca de seis meses componer un disco que publicaron en abril de 1979, un trabajo, en palabras de Stephen Morris, con un “sonido muy futurista”. Al contrario que los Pistols la banda “se centró en su energía y en su música. Hicieron que pareciera fácil y la gente lo interpretó a su manera”, sostiene Savage. Y “tuvieron éxito porque eran muy buenos y lo eran por varios motivos. Los tres músicos estaban haciendo cosas muy interesantes al bajo, a la guitarra y a la batería. Juntos trabajaban muy bien y a esto se unió el talento de Curtis para escribir canciones. Además, su espectáculo en directo era muy potente”, recuerda el periodista sobre una banda que llegó a componer 49 canciones en pocos meses.
Sin embargo, la salud de su vocalista empezó a resentirse cuando le diagnosticaron epilepsia. Sus ataques empezaron a ser más frecuentes y, al principio, sus compañeros no supieron ver los efectos que estaba teniendo la enfermedad. En múltiples ocasiones Curtis empezaba a convulsionar en el escenario haciendo que el ataque que estaba sufriendo se confundiera con su peculiar forma de bailar. El éxito que estaba viviendo la banda, los conciertos y la presión, unido a una crisis matrimonial con una niña pequeña de por medio y su relación con una periodista belga tampoco propició que Curtis mejorara. Y los medicamentos que le habían recetado lejos de ayudar le estaban destrozando más.
En 1980 volvieron al estudio para grabar Closer y cuando estaban a punto de embarcarse en una gira por Estados Unidos todo ese futuro que tenían por delante se vio truncado. El 18 de mayo Curtis empezó un ritual que desembocaría en su fatal final. El cantante se fue a su casa, preparó varias dosis de café, puso Stroszek, una película trágica de Werner Herzog en la que el héroe se suicida, apuró una botella de whisky, hizo sonar The Idiot, de Iggy Pop, y se colgó de la viga de la cocina atado a una cuerda del tendedero.
Como ocurre en muchas ocasiones se ha romantizado el trágico final de este joven atormentado. Savage cree que “la principal presión que sentía era la de su propia enfermedad. A muchos les gusta centrarse en el triángulo amoroso en el que estaba y este fue un factor pero la razón principal era su epilepsia. Estaba tomando medicamentos que no le hacían sentir mejor, los ataques cada vez eran más frecuentes y tenía mucha presión. En algún momento debió de pensar que ya había tenido suficiente pero no lo sabemos con certeza y nunca conoceremos las circunstancias reales de su muerte así que seguirá habiendo muchas interpretaciones”, opina. En cualquier caso Joy Division se estaba convirtiendo en un fenómeno y cuando en 1980 acabó su historia “el grupo estaba en pleno auge y no tuvieron tiempo de alargar su éxito”. Tampoco de saborearlo.
Aunque la historia Curtis se detuvo en ese momento, sus compañeros decidieron continuar. Tras el funeral se encerraron en el local de ensayo y allí decidieron cambiar de rumbo bajo el nombre de New Order, banda con la que abrazaron los sonidos electrónicos, un devenir que Savage apuesta a que Joy Division también hubiera tomado. Sin embargo, siempre quedará una pregunta el aire: ¿qué hubiera sido de Ian Curtis si no se hubiera suicidado? Todo apunta, y así lo manifiestan tanto su viuda, Deborah Curtis, como Terry Mason, a que la literatura hubiera sido el terreno por el que hubiera pastoreado.