¿Qué convierte a un autor en clásico? Según Borges, la veneración de las generaciones posteriores, que se muestran unánimes en aproximarse a su obra con “previo fervor y una misteriosa lealtad”. En el caso de Borges, se ha cumplido este requisito. Cabe preguntar qué explica esa actitud. ¿Acaso la perfección formal? ¿Tal vez un fondo moral que postula un ideal capaz de sobrevivir a los estragos del tiempo? Más sutil, Borges señala que los clásicos esconden un secreto: “la inminencia de una revelación que no se produce”. En Borges, tan nítido y preciso, siempre hay algo que se escamotea, una frontera que atisbamos, pero que nunca logramos traspasar. Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936) ha intentado cruzar ese umbral durante medio siglo, leyendo y releyendo sus libros, entrevistando al hombre, tan distinto de él, y buscando las claves de un universo poblado de tigres, espejos, laberintos, cuchillos, malevos, teólogos, piratas chinos, bibliotecas y pistoleros del Oeste. No le importa reconocer que su empresa solo ha conocido un éxito parcial, lo cual corrobora que Borges es un clásico.
Vargas Llosa confiesa que su mundo literario no puede estar más alejado de Borges. Nunca ha sido capaz de observar el presente con la perspectiva del simple testigo. Siempre ha experimentado la urgencia de bajar a la plaza pública y alzar la voz. Novelista, ensayista e intelectual beligerante, los problemas de la metafísica jamás han ocupado la primera línea de sus inquietudes. Por el contrario, Borges nunca ha sentido aprecio por la novela –a su juicio, una hipérbole innecesaria– y ha preferido mantenerse alejado de la política activa, cobijándose en un anarquismo spenceriano. Su escepticismo siempre le ha distanciado del incómodo compromiso. Vargas Llosa ha creado vigorosos y humanísimos personajes, como el Jaguar, Zavalita o Lituma. Borges no ha engendrado seres imaginarios de recuerdo imborrable. Su principal mérito ha consistido en alumbrar prodigios verbales y filigranas intelectuales. Como su admirado Quevedo, ha pasado a la historia como el creador de “una dilatada y compleja literatura”. Su genio verbal supera al de Vargas Llosa, pero su orbe literario carece de pasiones humanas. Apenas habla de amor y omite el sexo.
En 1963, Vargas Llosa entrevista a Borges en Francia. Invitado a un congreso literario, el argentino manifiesta su estupor por su fama tardía. A los sesenta y cinco años, se ha convertido en una celebridad. Habla con nostalgia de los treinta y siete compradores de la primera edición de Historia de la eternidad, un título capcioso que esconde un oxímoron, pues la eternidad, en tanto negación del devenir, no puede tener historia. Ahora tiene miles de lectores y siente que es como no tener ninguno, pues solo son una masa impersonal. Borges elogia a Léon Bloy, un energúmeno adorable que concibió el universo como un texto con una gramática oculta. La segunda entrevista entre Vargas Llosa y Borges acontece en un apartamento del centro de Buenos Aires. Han transcurrido casi veinte años. Al peruano le sorprende la austeridad de la vivienda, con pocos y maltratados muebles, y con manchas de humedad en las paredes y el techo. Borges convive con un gato, Beppo, y le atiende una criada, que hace las funciones de lazarillo. No hay muchos libros en la casa y es inútil fatigar las estanterías buscando una obra de Borges. “El tema no me interesa”, confiesa el argentino. “¿Y quién soy yo para codearme con Shakespeare y Schopenhauer?”. Cuando le preguntan si está dolido porque la Academia Sueca no le haya dado el Nobel, contesta que no: “Esos caballeros comparten conmigo el juicio que tengo sobre mi obra”. Agnóstico, no le preocupa la muerte. La nada le parece una perspectiva apetecible.
Medio siglo con Borges es un festín de la inteligencia que une a dos comensales extraordinarios y casi antagónicos
Vargas Llosa explica que en sus inicios el argentino le parecía todo lo contrario de lo que admiraba. Frente a Sartre, su modelo, Borges era un exquisito recluido en su atalaya de marfil. Años más tarde, cuando ya no soportaba a Sartre y a sus catecúmenos, comprendió que Borges era lo más extraordinario que le había sucedido en el siglo XX a la literatura en lengua española. Borges sacó a nuestras letras de su provincianismo, redescubriendo territorios tan vastos como los mitos escandinavos, la poesía de Milton, las pesadillas de Poe, la exactitud de Valéry, la pavorosa imaginación de Stevenson o los sarcasmos de Chesterton. Fue un renovador de la talla de Rubén Darío. No obstante, hay algo que separa a Borges de Darío. El nicaragüense creó escuela; Borges, en cambio, es inimitable. El autor que intenta imitarlo desemboca en la parodia, advierte Vargas Llosa. Su originalidad es estrictamente irrepetible. “La revolución de Borges es unipersonal; lo representa a él solo. Borges es una anomalía”. Se mueve en el ámbito de lo intelectual y abstracto, cultivando la parquedad. Deshidrata al idioma y lo reinventa desde la inteligencia. Su disciplina del adjetivo es deslumbrante. Con la edad, Borges se hizo menos barroco, siguiendo el magisterio de Alfonso Reyes, que incitaba a la claridad y la sencillez. Vargas Llosa, dolido por el menosprecio de Borges hacia la novela, apunta que ese rechazo procedía del horror al “barro humano”. Ese recelo explica sus bandazos en política. Feroz crítico de Hitler, Stalin, Castro y Perón, alabó a Videla y Pinochet. Rectificó años después, con escaso énfasis.
Agasajado y aclamado, Borges era un hombre solitario y con miedo a los afectos. Vargas Llosa señala que la obra del argentino es “uno de los milagros estéticos del siglo”, pero “por exceso de razón y de ideas”, hay en ella “algo inhumano”. Su insolencia vanguardista nunca se apagó, impeliéndole a hacer comentarios llenos de malicia, como cuando dijo que Lorca era “un andaluz profesional” y habló del “polvoriento Machado”. Vargas Llosa señala la inadvertida influencia de Borges sobre Onetti –Santa María es un eco de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius– y destaca su ética de escritor, apreciable incluso en las reseñas que escribió en los años 30 para una revista de amas de casa llamada El Hogar. Borges conoció el amor con María Kodama. Con ella viajó en globo, navegó por el Nilo y escanció con la mano la arena del desierto. No fue un matrimonio de interés, sino un regalo inesperado. Un soplo de dicha en una vida marcada por el fracaso sentimental.
Medio siglo con Borges es un festín de la inteligencia con dos comensales extraordinarios. Confronta a un escritor “podrido de literatura” que soñó con ser un hombre de acción con la “orgía perpetua” de un novelista con grandes dotes como crítico literario. Borges opinaba que “el pensamiento de Schopenhauer” y “la música verbal de Inglaterra” superan a la vida en interés. Vargas Llosa discrepa: la vida real esconde más riqueza y misterio que cualquier experiencia estética. Sin embargo, este libro cuestiona ese razonamiento. Yo he tenido la impresión de leer un relato más del escritor argentino. El talento de Vargas Llosa, otro gigante de las letras, transforma los textos reunidos en una filigrana narrativa con tintes oníricos. El encuentro entre los dos genios parece en algunos momentos una inspirada escena de Flaubert, al que ambos tributan una admiración simétrica. Borges diría que la realidad está sobrevalorada y que no se le puede hacer mayor halago que exaltarla como si fuera ficción. Solo la fructífera pluma de Vargas Llosa, también infectada por la literatura, podía lograr un prodigio semejante.