En 1972, como Caronte en su barca, cuatro gondoleros vestidos de negro llevaron el cuerpo de Ezra Pound a la Isla de San Michele, donde fue enterrado cerca de Diaghilev y Stravinski. 23 años después murió Joseph Brodsky en Nueva York y enviaron sus cenizas al mismo cementerio. Letum non omnia finit, reza su epitafio: la muerte no pone fin a todas las cosas. Algo parecido pensarán los que conozcan esta historia.
En verano de 1977, Susan Sontag anotó en su diario una frase de Brodsky: “Ahora discuto con los ángeles”. Meses atrás, su amigo le había confesado que cuando empezó a escribir competía con otros poetas, pero que ya era capaz de superar a Pasternak, Ajmátova, Frost, Yeats o Lowell. Sontag y Brodsky se habían conocido un año antes. La escritora y activista neoyorquina había publicado dos ensayos y dos libros de relatos y estaba empezando a escribir Sobre la fotografía. El poeta ruso era profesor de literatura en varias universidades norteamericanas y su obra podía leerse en inglés, francés y alemán.
En noviembre del 77 se reencontraron en Venecia, donde Brodsky pasaba largas temporadas. Cuenta Sontag que para el escritor del Este, que caminaba de madrugada por las callejuelas vacías y húmedas, en Occidente nada es amenazador, pero todo es hostil. “Tengo ganas de llorar siempre”, le llegó a decir. Quizá fuera porque la ciudad le recordaba a San Petersburgo. Una tarde, Joseph recibió una llamada en el hotel donde se alojaba por cortesía de la Bienal del Disenso. Era Susan. Olga Rudge la había invitado a su casa y le daba miedo ir sola, así que se ofreció a acompañarla.
Olga había sido la pareja de Ezra Pound durante décadas. Se conocieron en 1920 en un concierto celebrado en Londres donde Rudge tocaba el violín. Ella era de Ohio y él de Idaho, pero ambos habían emigrado a Europa. Por entonces Pound había renovado la poesía y estaba a punto de mudarse a París. Brodsky, que nació mientras el norteamericano apoyaba a Mussolini y pronunciaba discursos incendiarios en Radio Roma, había traducido algunos de sus fragmentos al ruso. Le gustaban por su frescura, su variedad temática y estilística y sus numerosas referencias culturales, pero sus Cantos le dejaban frío. Les achacaba un viejo error: buscar la belleza.
El caso es que esa noche el hijo de un fotógrafo judío y la hija de judíos estadounidenses iban a ver a la mujer de Pound. Tardaron un rato en encontrar “el nido escondido”. Era un edificio estrecho de dos plantas ubicado detrás de Santa Maria della Salute. Lo primero que vieron al llegar fue el enorme busto del poeta, una mole de piedra del escultor monumentalista Gaudier-Brzeska que había pasado por el jardín de Violet Hunt en Campden Hill y por un depósito del puerto de Marsella y ahora ocupaba aquel salón que parecía una cueva para gnomos. “La mujercilla de ojos pequeños y brillantes”, como la definió Brodsky en Marca de agua, sirvió el té y empezó a hablar. Dijo que Ezra no era fascista, que sólo viajaba de Rapallo a Roma un par de veces al mes por lo de la radio, pero que donde vivían no había alemanes; que no sabían lo que estaba ocurriendo; que temían que los americanos lo mandaran a la silla eléctrica… Joseph dejó de escucharla y se limitó a asentir en las pausas o cada vez que decía "Capito?", que era muy a menudo. Le parecía estar escuchando una grabación repetida hasta la saciedad, pero no quería interrumpirla. “Lo que dice es pura basura, pero ella lo cree. Supongo que hay algo en mí que tiende a respetar siempre el lado físico de la palabra al margen de su contenido; el mismo movimiento de los labios de alguien es más esencial que aquello que los mueve”, escribiría después. Así que se arrellanó en el sillón y siguió comiendo galletas.
Le sacó de su letargo la voz de Susan. “Pero, Olga, no creo que piense que los americanos se molestaron con Ezra por sus alocuciones en la radio. Porque si fuera sólo por eso, Ezra no sería más que otro Tokyo Rose”. La anfitriona, “una dama de pelo gris, diminuta, pulcra y con muchos años a sus espaldas”, preguntó a qué se debía entonces aquella aversión y Susan pronunció la palabra mágica. La violinista prosiguió con su monólogo aprendido. Era imposible que Ezra fuera antisemita. Su propio nombre era judío y nunca le había dado por cambiárselo, y los amigos judíos que tenía seguían siéndolo tras la guerra. Incluso uno de los seguidores del Duce era judío. Así estuvo cerca de una hora, tocando su partitura favorita hasta que el té se enfrió y sólo quedaban las miguitas de las galletas en el plato. Susan anotó en su diario que Pound llamaba “zarigüeya” a Eliot y que nunca se arrepintió del pasado por el que estuvo tres semanas en una jaula de Pisa y trece años en el hospital psiquiátrico de St. Elizabeth cuando lo iban a procesar por traición a la patria (aparte de culpar a la usura de ser el cáncer del siglo, en sus soflamas radiofónicas condenó a Estados Unidos por intervenir en la guerra).
Era la primera vez que Brodsky no sentía pena al dejar sola a una anciana. Nunca había conocido a un fascista, pero aquella velada le trajo recuerdos del viejo PC. Salieron de casa y al cabo de dos minutos paseando se encontraron en la Fondamenta degli Incurabili (“Muelle de los Incurables”), donde durante siglos habían esperado tendidos en el suelo los enfermos agonizantes de las epidemias que asolaban la ciudad.
Pese a todo, Venecia fue el refugio de ambos poetas. Allí se habían reunido finalmente Olga y Ezra cuando este volvió a Italia en el 58, justo después de que Richard Avedon lo retratara con los ojos cerrados en casa de William Carlos Williams. Allí se reencontraron Susan y Joseph y sus conversaciones alimentaron los diarios de la neoyorquina y sirvieron de base para las primeras Estrofas venecianas del futuro Premio Nobel. Allí Pound pasó años en silencio y Brodsky encontró la paz y la belleza. Europa había sido el escenario de la generación perdida de la que habló Gertrude Stein y que Hemingway popularizó en París era una fiesta, pero fue la llegada de Pound la que trajo aire nuevo a la literatura anglosajona de la primera mitad de siglo. El norteamericano reformuló la poesía moderna porque entendió antes que nadie que eliminando lo ornamental y dando prioridad a la imagen y la musicalidad, aumentaba la carga expresiva del poema. No contento con eso, impulsó la carrera de muchos autores, ya fuera puliéndoles sus textos o buscándoles salida. T. S. Eliot, Yeats, Joyce, Auden, E. E. Cummings y Marianne Moore no habrían llegado tan lejos si no fuese por él. Por eso no es de extrañar que lo defendieran cuando las cosas se pusieron feas.
Y cuando a finales de 1967 el joven Ginsberg fue hasta Italia para pedirle su bendición y le dio las gracias por haberles mostrado el camino, el viejo Pound respondió que lo había echado todo a perder con sus malas intenciones y que el error más grande que había cometido era el del antisemitismo. Y luego volvió a sumirse en el silencio. Su arrepentimiento, que no afloró aquella noche en casa de Olga Rudge, quedó plasmado en aquella conversación y en el final del Canto CXX: “Que los Dioses perdonen lo que / hice. / Que los que amo procuren perdonar / lo que hice”.
El azar quiso que el corazón de Brodsky estallara como una bomba como él mismo había augurado y que los dos poetas acabaran juntos, Ezra bajo una lápida sin fechas y Joseph bajo otra cubierta de bolígrafos, como si les hubiera quedado algo por decir y la tierra les otorgara el tiempo de hacerlo.