Yo, señor, no soy hípster ni deseo serlo. Ni siquiera sé qué es exactamente lo hípster (reconocerlos por la calle, en cambio, es algo que clavo), un término que, en su viaje del elitismo anglosajón a la koiné coloquial española, se ha desdibujado hasta significar algo así como “moderno pijo que politiza su discurso a la izquierda mientras consume sin parar cualquier producto excéntrico”. Gentrificadores que se declaran gentrificados, asambleístas de marca, retratistas del aguacate en Instagram… Sin embargo, confesaré que, leyendo el nuevo libro de Daniel Gascón (Zaragoza, 1981), tarde o temprano me reconozco, exagerado hasta la caricatura, en alguna (¡no tantas, eh!) de las ingenuidades, convicciones o tonterías de su protagonista, ese representante de la Nueva Masculinidad que se instala en un pueblo aragonés de doscientos vecinos para reconectar con la naturaleza mientras reeduca al noble hombre del agro…
Con los resultados que el lector, consciente del homenaje a Mark Twain inscrito en el título Un hípster en la España vacía, prevé desde la portada. ¡A ver si yo mismo voy a contener un tanto por ciento de hipsterismo, después de todo! Si fuera así, que conste en acta que cada carcajada que me arranca Gascón cuenta con la aquiescencia del 100 % de mí mismo: el círculo de las identidades múltiples de Nadal Suau aprueba por unanimidad esta parodia, también las damnificadas.
Para no llamarnos a engaño, admitamos que este libro es deliberadamente menor, coyuntural: nacido de un falso diario que Gascón publicó en Letras libres hace un año, Un hípster en la España vacía es un cruce entre lo periodístico y lo humorístico que se cuela en el debate sobre la despoblación mediante el retrato de los dogmatismos e inoperancias de la izquierda urbanita, y los de su némesis la derecha reaccionaria, cuya aparición no es menos divertida ni tremenda. “Menor”, por supuesto, no significa nada malo: de hecho, aquí la escritura es ágil, precisa, muy ingeniosa, bien calculada para lograr cada uno de sus objetivos. Los choques de las abstracciones discursivas con la realidad dejan bromas memorables: "Así se celebraba también la victoria de las fuerzas de progreso (de hecho, solo se registró un voto para Vox en La Cañada, y todo el mundo sabe que fue Mohamed, que es moro y no cuenta)", por ejemplo. O bien: “Pidieron que se retirase Lolita de las bibliotecas municipales de la zona. No estaba en varias, así que consiguieron que se comprara (en bolsillo) y se retirase después: toda una declaración de principios”.
El libro es deliberadamente menor, pero su escritura es ágil, precisa, muy ingeniosa y bien calculada. Cada carcajada que me arranca Gascón cuenta con el 100 % de mi aquiescencia
La mejor, por su ambigüedad simbólica, es la que implica a un ejemplar del ensayo Sergio del Molino aludido en el título. Y para mí, habitante de una isla en la que lo ciudadano y lo rural tienen límites más desdibujados que en la península, los contrastes saturadísimos de estas páginas tienen una gracia de cartoon adulto contagiosa. Convengamos en que nuestro protagonista tiene que cargar con tantos significados que a veces presenta contradicciones (al menos en mi experiencia, es inusual que al mismo individuo le preocupen las escisiones de Podemos y el pepino en el Gin-Tonic, a menos que sea uno de sus dirigentes), pero a quién le importa eso cuando estás compartiendo fragmentos del libro en Twitter entre lágrimas de risa.
Fragmentario, con una estructura cercana al show cómico, Un hípster en la España vacía bromea con Errejón, Vox, Podemos, el nacionalismo catalán (el que recibe los pastelazos más crudos, aun estando ausente del paisaje), los tópicos sobre la Guerra Civil (cuya realidad, viene a decir Gascón, estaría menos presente entre nosotros que su espectacularización)… Equipara implícitamente las ideologías fuertes entre sí y también con la mentalidad eclesial, al insinuar que nadie se entiende mejor con un dogmático de izquierdas que un cura o un exaltado de la testosterona patria. Y sutilmente (porque no está libre de posicionamiento), reivindica lo que llamaré un Liberalismo Sanote, es decir, abierto y fundado sobre todo en cierto escepticismo ante la voluntad de homogeneizar el mundo o la posibilidad de librarlo de conflictos, flaquezas, taras.
El conjunto es irreverente, sí, pero más amable que cruel, a condición de que el lector sepa reírse de sí mismo o de su padre cuando llegue el momento de verse reflejados/deformados en algún rasgo. Y yo eso, la verdad, también sé clavarlo si me lo ponen fácil.