¿Es posible que un libro de historia de primera categoría se lea como si fuese una novela policíaca? En Lenin. Una biografía, el periodista Victor Sebestyen (Budapest, 1956) lleva a cabo tan extraordinaria hazaña. ¿Que cómo lo ha conseguido? Empiece con una versión rusa de House of Cards y vea a Vladímir Ilich anticiparse en 100 años al cinismo y la ambición homicida de Frank Underwood; añada una meticulosa investigación a base de bucear en los archivos soviéticos, incluidos aquellos guardados bajo llave hasta hace poco tiempo; rebusque entre los nueve millones y medio de palabras de las obras completas de Lenin; y, por último, aplique un talento de guionista para la tragedia y el suspense que no necesita de excesos absurdos para cautivar por igual a los aficionados a la historia y a sus profesionales.
Resulta sorprendente que un hombre que no mostró ningún indicio de grandeza en su juventud, al que ni siquiera interesaba la política, acabase convirtiéndose en el líder de una revolución. Lenin gobernó menos de siete años, y su imperio soviético se derrumbó el día de Navidad de 1991. Sus 74 años de historia son una pura anécdota comparados con el romano, el de los Habsburgo o el británico. El comunismo, sustituto de la religión en la Rusia soviética, acabó en un fracaso sangriento que se cobró decenas de millones de vidas desde Moscú hasta la China de Mao. “¿Cómo es posible que ese hombrecillo obstinado […] llegase a ser tan importante?”, se preguntaba el novelista austriaco Stefan Zweig en 1927.
Y, sin embargo, 90 años después, los rusos hacen cola cada día delante de su tumba para contemplar con veneración un cadáver embalsamado. En 2011, Vladímir Putin dedicó abundantes recursos a renovar el mausoleo a fin de dejar bien claro algo obvio: que Rusia necesita un “líder dominante, implacable y despótico”. Lenin, el Robespierre del bolchevismo, actualmente cumple la función de santo patrón del nacionalismo ruso y el despotismo putinista.
El “hombrecillo” también auguraba un “fenómeno político propiamente contemporáneo”, recuerda Sebestyen a sus lectores. Era un demagogo familiar tanto para las democracias como para las dictaduras de nuestros días. Los actuales estudiosos de la política reconocerán a Lenin como el “padrino de la posverdad”. Ofrezcamos al electorado “soluciones sencillas para problemas complejos”; mintamos descaradamente; señalemos a un chivo expiatorio para explicar todas las miserias. Lo único que importa es ganar. El fin justifica los medios. En política, prescribía Lenin, “solo hay una verdad: lo que beneficia a mi oponente me perjudica a mí, y viceversa”. ¿A que les suena?
El leninismo se puede reducir a tres famosas palabras pronunciadas por el Fundador en 1921 y repetidas por León Trotski y Iósif Stalin: Kto kvo?: “¿Quién a quién?”, es decir, ¿quién acabará con quién? Evocando la tragedia, un compañero de Lenin que acabó convirtiéndose en su enemigo, le concedía una especie de beneficio de la duda: “Quería el bien […] pero creó el mal”. Al parecer, Sebestyen coincide con él: “El peor de los males que provocó fue dar a un hombre como Stalin la posibilidad de ponerse al frente del país después de él. Fue un crimen histórico”. En su afirmación resuena un eco conocido: Lenin actuó como el agente histórico de la necesidad y la justicia, derribando al decrépito régimen zarista que había esclavizado a toda una nación.
La biografía de Sebestyen no cae en fábulas exculpatorias y afirma que el terror que Stalin perfeccionó tenía sus raíces en el sistema leninista
Sin embargo, Stalin, su heredero, era la personificación del mal que envió a miles de personas a los gulags o las asesinó directamente. Ya lo señaló Robert Conquest, el clarividente historiador de la Unión Soviética autor de El gran terror, la obra definitiva sobre las purgas de Stalin. En honor a la verdad, el autor no cae en las fábulas exculpatorias inventadas por tantos occidentales con el fin de arrebatar el marxismo “bueno” de las manos del carnicero Stalin, como tampoco cayó Conquest. Efectivamente, Stalin “se cargó” a 10 veces más personas que el Primer bolchevique. Pero tengamos en cuenta el tiempo –Lenin solo estuvo siete años en el poder, mientras que Stalin estuvo 30– y consideremos ahora la verdad desnuda: lo que Stalin perfeccionó tenía sus raíces en el sistema leninista.
Lenin fue el creador de las “bases de la tiraría unipersonal”, señala el investigador polaco Leszek Kolakowski en su magistral Principales corrientes del marxismo. “No prometemos libertad ni democracia”, proclamó Lenin en el III Congreso de la Internacional Comunista. “Nunca nos ha importado toda esa palabrería kantiana, clerical, vegetariana y cuáquera sobre la santidad de la vida humana”, declaraba su compañero Trotski en Terrorismo y comunismo. En las concisas palabras de Kolakowski, Stalin, al igual que Lenin, “era la personificación de un sistema que perseguía de manera irresistible ser personificado”.
A dónde se dirigía el sistema, haciendo añicos todas “las esperanzas y los sueños de libertad bajo la revolución”, se hizo cruelmente evidente ya en 1921, cuando se rebelaron los marinos de la base naval de Kronstadt. Al principio reclamaban raciones más abundantes, reproduciendo el motín de 1905 —la Revolución rusa original— inmortalizado en El acorazado Potemkin, de Eisenstein. Luego la revuelta se intensificó, aunque de manera pacífica. Una asamblea masiva elaboró una lista de reivindicaciones políticas: elecciones libres, sindicatos libres, prensa libre y la abolición de la checa, la policía secreta que había tomado el relevo de la ojrana zarista.
“No debemos mostrar piedad”, tronó Lenin, y envió a 20.000 hombres bajo el mando del comandante Trotski, el cual desató un “infierno”, según Mijaíl Tujachevski, que luego ascendería a mariscal de la Unión Soviética. Sebestyen califica acertadamente la masacre de punto de inflexión: “Tras aquella ferocidad, pocos se hicieron la ilusión de que Lenin fuese a tolerar una verdadera oposición”. El terror formaba parte del sistema, no fue creación de Stalin. Como observó Dostoyevski en La casa de los muertos: Memorias del presidio, “la tiranía es un hábito. Posee su propia vida orgánica; evoluciona y acaba convirtiéndose en una enfermedad. […] La sangre y el poder intoxican”. Maksim Gorki, uno de los primeros seguidores de Lenin, que luego lo tacharía de “embaucador despiadado”, se mostraba de acuerdo con él: los antiguos esclavos “se convertirán en déspotas desenfrenados tan pronto tengan la oportunidad”. La radicalización, por tanto, no era una cuestión de personalidad, sino de destino.
Lenin aprovechó bien su oportunidad. “Desde sus primeras horas al frente de Rusia sentó las bases del gobierno del terror”, explica Sebestyen. El segundo día empezó a censurar la prensa, y el 7 de diciembre de 1917, creó la checa para combatir “la contrarrevolución, la especulación y el sabotaje”. Abolió el sistema legal en favor de la “justicia revolucionaria”, que legitimaba cualquier perversión de la ley. “A nosotros”, pontificaba Lenin, “todo nos está permitido. […] ¿Sangre? Que haya sangre”, porque la victoria no era posible “sin el más cruel terror revolucionario”.
El invento más brillante de Lenin fue una religión secular: el comunismo con el que hizo una revolución que sacudió el mundo
El historiador Robert Service lo resume así en su elogiado libro A History of Modern Russia: “Los campos de trabajos forzados, el Estado monopartidista, la prohibición de elecciones libres y populares y de la disidencia dentro del partido: nada de ello tuvo que ser inventado por Stalin. […] Por algo se calificaba a sí mismo de discípulo de Lenin”. Pero ¿por qué culpar solo a Lenin y a Stalin? Como subraya Sebestyen, “la estructura del Estado policial había sido establecida por Nicolás I en la década de 1820”.
La diferencia entre el zarismo y el leninismo es la misma que separa al absolutismo del totalitarismo. Ambos son sistemas autocráticos, pero el ingrediente crucial es el Estado total, la liquidación de la sociedad civil desde la cúspide: los partidos, los sindicatos, los medios de comunicación, las iglesias, los gremios y las asociaciones.
El invento más brillante de Lenin fue una religión secular: el comunismo. Si creéis en mí, seréis salvados, no en el Más Allá, sino en el Aquí y Ahora. Si no creéis, proclamaba la fe revolucionaria, os mataremos. Con esta flamante disyuntiva –el paraíso en la tierra o la muerte instantánea– el “hombrecillo obstinado” hizo una revolución que sacudió el mundo e inspiró durante décadas a tiranos de todo el planeta.
Aunque murió hace más de 90 años, Lenin sigue viviendo en su mausoleo y en las mentes de millones de rusos que han hecho cola para contemplar un cadáver. Actualmente, como dice Sebestyen en sus conclusiones, está siendo “utilizado por una nueva estirpe de déspotas nacionalistas radicales que, si bien pueden haber prescindido del comunismo, respetan a Lenin como un déspota según la tradición rusa”. Lenin ha muerto; el leninismo vive.