La contraportada de No estoy aquí, último Premio Anagrama de novela en lengua catalana, utiliza con toda precisión el término “léxico familiar”, esa idea debida a Natalia Ginzburg cuyo predicamento en la narrativa reciente merecería un ensayo, para referirse al sofisticado y sin embargo muy accesible texto original. Se trata de una prosa llena de palabras y expresiones arraigadas en la vida de un hogar y, más allá, en una tradición marcadamente rural o popular, que aquí se incardinan en un fraseo y un ritmo casi millennial: el “casi” se justifica porque Anna Ballbona (Montmeló, 1980) nació en un año complicado para cuadrarle una adscripción generacional (si lo sabré yo, que soy del mismo).
En el libro, la autora tensa la cuerda que tiende entre la lengua de los abuelos, que habla de un mundo, y la lengua de los nietos, que designa otro. La trama sigue el aprendizaje vital de la primera universitaria de esa familia para explicar cómo un entorno eminentemente payés es absorbido por la ciudad, al confundirse de década en década con un polígono, un barrio de nuevo cuño, una autopista sibilante… Y al fondo, siempre, un cementerio. El tipo de paisaje fronterizo que fascina a los postexóticos, retratado sin exotismo alguno.
Anna Ballbona ha explicado que su deseo al hablar de ese tipo de periferia urbana es escrutar los desajustes entre lo que se va y lo que llega, dos extremos cuya convivencia convierte casi en indiscernibles; pues bien, este es el aspecto más logrado de No estoy aquí, resuelto mediante un estilo notable capaz de extraer por igual ternura, pautas arquetípicas, humor, contradicciones e incomodidad de las grietas lingüísticas que dan forma a esa realidad. Por eso, es inevitable que la (buena) traducción al castellano, a cargo de Concha Cardeñoso, pierda parte de estas pequeñas virguerías expresivas. Virguerías que están al servicio de una inteligencia narrativa rectora, sin sobrecargas ni alarde, ejecutadas con una sonrisa de conversación entre amigos.
Las páginas que 'No estoy aquí' dedica a la vida de polígono o a una maternidad sin mitificación justifican de sobra su obtención del Premio Anagrama
Pese a la pérdida, el lector en lengua española tiene otras virtudes a las que aferrarse. La voz en primera persona es convincente y su mirada resulta divertida incluso en la asunción de cada fracaso; las observaciones sociales son ingeniosas e irónicas, como cuando apela al espíritu “carlista” de un padre nostálgico de cualquier cosa que sea pasado; el realismo que conduce la trama anda sobrado de imaginación…
Estructuralmente, No estoy aquí se beneficia del carácter circular de su principio y su final: sin entrar en detalles, digamos que es en ese marco donde la novela gana en ambigüedad, por un lado, y en profundidad por otro, al convertir la cuestión de la herencia familiar y sus recurrencias en un horizonte inacabado. A cambio, convengamos en que, cuando el libro se aleja del paisaje de adolescencia de su protagonista para llevarnos a su Erasmus en París o sus viajes a Londres, los diálogos se vuelven más convencionales y los conflictos, menos reveladores; pero ese desfallecimiento no es alarmante y el lector comprende la necesidad de recorrer esas fases para completar el relato.
Aparte de que adoptaré para siempre el lema tonificante de que esquivar las sádicas programaciones del sistema educativo es una estupenda forma de “gimnasia vital”, y aparte de mi coincidencia generacional y biográfica con la narradora (¡esa Barcelona universitaria de hace casi dos décadas!), las páginas que No estoy aquí dedica a la vida de polígono o a una maternidad sin mitificación justifican de sobra su obtención de un Premio Anagrama, por cierto, cada vez más central para la narrativa catalana.