Le sobran razones a Ismael Gómez, la voz protagonista de esta segunda novela (Hendaya, 2011, fue la primera) del profesor y escritor Marcos Eymar (Madrid 1979), para defender las propiedades terapéuticas de la lectura y la escritura. Sostiene que “las historias son cadenas que nos dan la libertad de atarnos a otras épocas y a otros hombres”, y arguye que nuestros verdaderos genes son las palabras: “igual que ellos forman los cromosomas y estos el genoma, las palabras forman frases que forman historias que construyen nuestra identidad y nuestro destino”. De él sí puede afirmarse, en suma, que su patria son los libros, una suerte de Ítaca a la que arribó durante una infancia aquejada de fiebres, soledad y ataques de melancolía.
Esto y la extraña circunstancia de ser (o haber sido, porque la confusión temporal es parte de su técnica narrativa de espejismos) bibliotecario en un hospital, desempeñando la tarea de proporcionar lecturas reconfortantes a enfermos de larga duración con el fin de aliviar su convalecencia. Esta circunstancia le llevó a conocer a Klaus Carrasco, arrogante empresario de éxito aquejado de un extraño mal físico y de un turbio haber emocional.
Con Klaus estableció una relación personal intensa y extraña, le proporcionó con acierto los libros que suscitaron en él la necesidad de evocar episodios oscuros de su vida, de narrarlos ante él para pasar a formar parte de una aventura personal que va espoleando la imaginación del kafkiano bibliotecario frente a un lector al que interpela con frecuencia, desde su avidez de ficción y narratividad, cualidades que también exige a sus lectores para poder compartir la complicidad de la estructura que pretende.
Esta novela pretende recrear la tesis borgeana de que unos libros llevan a otros hasta componer un diálogo secreto
Esa estructura, que seduce en su intención, pero se debilita a medida que el argumento ensancha sus fronteras, debería servir para dar soporte a una trama prometedora, pero bifurcada en exceso, lo que le resta fortaleza a favor del discurso que le da cuerpo, este sí, brillante y persuasivo. Lo que busca a través de las palabras es subrayar los imprecisos límites de la ficción construyendo una aventura libresca con una pequeña dosis de intriga y la gran ambición de proponer un largo recorrido por lugares míticos de la geografía literaria universal, como un libro que recrea otros muchos para corroborar la tesis borgeana de que unos libros nos llevan a otros hasta componer, entre todos, un diálogo secreto ininterrumpido.
En ese sentido, el lector se verá más que complacido, pues las circunstancias que explican y justifican la historia que da sentido a El último libro de Eymar, se sirven de Monterroso, Borges, Nabokov, Kafka, Onetti, Sherezade (entre otros) recreándolos a todos a través de un discurso inteligente, imaginativo y armado con las herramientas de la ficción más pura. Esta arma constituye la mayor fortaleza de la novela: fingir una confusión de historias leídas, soñadas, escuchadas o imaginadas para defender que solo la literatura nos hace libres. De ahí la referencia secreta y constante a aquel personaje de Borges que logró su propósito de acabar viviendo “al sur de su imaginación”.