Miguel Delibes todavía vivía cuando me correspondió ocuparme de la edición de sus Obras completas para Galaxia Gutenberg y Círculo de Lectores, bajo la cordial y resuelta dirección de Ramón García Domínguez. Los siete volúmenes que comprendía la edición se publicaron entre 2007 y 2010, de modo que, por muy muy poco, Delibes no alcanzó a verla culminada. Ya estaba bastante mal de salud cuando se lanzó el proyecto, a cuyo acto de presentación en Valladolid, en el marco de un congreso sobre su obra, renunció a asistir a última hora. Me quedé sin conocerlo personalmente, aunque intercambiamos alguna correspondencia cuando, con Ramón, definíamos el contenido y los criterios de la edición, que Delibes controló a la distancia, revisando la mayor parte de los textos y escribiendo algunas notas. Hubo que emplearse a fondo para vencer sus resistencias a recuperar el texto de su segunda novela, Aún es de día (1949), que había repudiado por considerarla fallida (mutilada como quedó por la censura), y que al principio no quería ni oír hablar de incluir en el proyecto. Afortunadamente, se dejó convencer, y en el primer tomo de las Obras completas se da, a modo de anexo, el texto completo de esa novela, no exenta de interés.
Antes de ocuparme con sus Obras completas, había leído a Delibes de una manera desordenada y en general, debo admitirlo, bastante rutinaria. Para los lectores de mi generación, Delibes pertenecía a la desdichada categoría de los escritores que se dan por sabidos, que nos hicieron leer en el colegio (en mi caso, también en la universidad), y de los que uno se forma un juicio genérico, desapasionado. En su día reseñé con sorpresa España 1939-1950: Muerte y resurrección de la novela (2004), libro que no pude menos que celebrar. Con este motivo Delibes me escribió una breve y amistosa carta que hoy recuerdo con ufanía y gratitud.
El tipo de lectura que reclama la edición de unas obras completas depara una extraña familiaridad —casi iba a decir intimidad— no sólo con esas obras que uno lee de modo continuado y sistemático, sino también con la personalidad que se vislumbra a través de ellas. Debido a mis trabajos como editor, me ha tocado tener esa familiaridad con autores tan dispares —y algunos de tanto y tan difícil carácter— como Valle-Inclán y Gómez de la Serna, como Cela y Delibes, como Benet y Sánchez Ferlosio, por ceñirme aquí a escritores españoles más o menos contemporáneos. La que alcancé a tener con Delibes era de naturaleza muy particular, pues él mismo se me antojaba un hombre confortablemente cercano, corriente, comprensible, como si se tratara de un tío mío, por así decirlo.
Delibes apenas tenía cuatro o cinco años más que mi padre, y como él formó una familia muy numerosa. Algunas fotografías de Delibes y los suyos parecen sacadas de mi álbum familiar: los mismos interiores, los mismos mobiliarios, ¡la misma biblioteca!, el mismo coche, los mismos atuendos, los mismos peinados. Conforme fui leyendo sus libros uno detrás de otro, en orden casi siempre cronológico, esa familiaridad se intensificó en un montón de aspectos, algunos muy sutiles, de orden moral y no sólo estético, e incluso ideológico. Y es que Delibes se me fue revelando —dicho sea sin la más mínima condescendencia— como el escritor por antonomasia de la clase media española de posguerra (en el sentido extenso que a este término, el de posguerra, atribuye José-Carlos Mainer, y que llega hasta el final de la Transición).
Me refiero a la clase media que engrosó en los años 60, la que nutrió sus bibliotecas con los libros de Círculo de Lectores, la que quizá, de tanto que daba que hablar, compraba los libros de Cela, y por supuesto leía los de José María Gironella y Mercedes Salisachs y Álvaro de Laiglesia, y entre medio también alguno de Ana María Matute o de Juan Marsé, de Carmen Martín Gaite o de Francisco Umbral, pero que tenía la seguridad, y el alivio (me sigo refiriendo a esa clase media), de que Delibes no le iba a fallar.
Lo escribí con motivo de su muerte y me parece importante repetirlo: Delibes fue, hasta donde alcanza mi perspectiva como lector, el último escritor español genuinamente popular, en un sentido que obvia las categorías hoy hegemónicas, pero sólo equívocamente afines, de lo mediático y lo comercial. La personalidad pública de Delibes en nada se parecía, por ejemplo, a la de Cela. La popularidad de Cela se fue independizando cada vez más de la afición por sus libros, que muchos compraban pero pocos leían. El caso de Delibes es muy distinto: su popularidad era un efecto directo de su capacidad portentosa para conectar con los lectores. Los éxitos de Delibes eran éxitos de lectura. Y más que eso: eran éxitos literarios, en el sentido restringido que niega esta etiqueta a tantos libros en que el éxito es un indicador sociológico de gustos y de tendencias en los que, por sí sola, la literatura cuenta poco o nada.
Este escritor sin escuela acertó, a lo largo de cinco décadas, a renovarse continuamente, siempre al soplo de los aires del momento (existencialismo, tremendismo, realismo crítico, costumbrismo, documentalismo, experimentalismo, sentimentalismo, novela política, novela histórica), y a entregar a un público amplísimo libros que, en cada ocasión –desde El camino a El hereje–, acertaban a pulsar la cuerda más vibrante de su sensibilidad moral y de su gusto estético.
Ningún escritor español puede competir con un historial como el suyo. Su obra, ineludible en cualquier recuento que se haga de la literatura española del siglo XX, es imprescindible, además, para cualquier intento de reconstruir la evolución de la sociedad española durante la segunda mitad de ese mismo siglo. Otra cosa es especular, en el centenario de su nacimiento, sobre la posteridad de un escritor tan ligado a su tiempo y a su público. Esa posteridad me parece que queda avalada, ya lo he sugerido, por su lengua serena y cristalina.
Recuerdo que Fogwill, el poeta y narrador argentino, siempre cáustico y displicente cuando se trataba de la narrativa española, me decía que entre los pocos a los que podía leer sin que le chirriaran lo oídos estaba Delibes. Y Fogwill tenía un oído excepcional.
El uso que hace Delibes de la lengua es el ingrediente que asegura la incorruptibilidad de títulos como Las ratas y Los santos inocentes y Viejas historias de Castilla la Vieja, que, junto a Cinco horas con Mario y acaso dos o tres libros más –y ya serían muchos, en estos tiempos sin tradición ni pasado–, puede especularse sin riesgo que seguirán siendo leídos por un
público para el que sin embargo Delibes ya no será, como fue para tantos, ese contemporáneo de cabecera, el escritor siempre digno y justo y pertinente que acompaña la propia trayectoria como lector.
Al afirmar esto me preguntaba cuál es la fórmula de Delibes, aquello que explica esa popularidad conquistada y sostenida con aparente naturalidad, sin el respaldo de camarillas ni de grandes operaciones editoriales, con el aplauso de la crítica, con la consagración de la academia, con el respeto de sus colegas, sin casi contestación por parte de los escritores más jóvenes. La respuesta, me decía, la brinda esa mencionada naturalidad. Ningún escritor más alejado del prototipo romántico. Ningún escritor más casero, más dotado de sentido común. Ningún escritor menos imbuido de sí mismo. Ningún escritor menos programático.
Esto último merece ser subrayado muy especialmente. Delibes irrumpió en la escena literaria de la posguerra española sin grandes ideas, sin grandes proyectos, sin recetas ni doctrinas. Lo hizo dotado de un infalible oído para la lengua –su más sólido patrimonio– y de un extraño, inexplicable instinto literario, forjado en lo que, en el acto de presentación de sus Obras completas, me atreví a denominar –parafraseando con ironía un título admirable de Álvaro Cunqueiro– “el realismo cristiano de Occidente”. Entiendo por tal cosa una modalidad del realismo transida de los valores cristianos, de modo que el imperativo de la representación viene determinado por una exigencia de justicia a la vez que por un sentimiento de piedad.
Delibes se declaró siempre como un lector poco sofisticado, ni siquiera demasiado asiduo, reclamado como estaba por su afición a la naturaleza y a la caza, por su oficio de periodista, por sus obligaciones como padre de familia numerosa. Su labor al frente de Caballo de Troya, el suplemento cultural de El Norte de Castilla, diario que dirigió durante algunos años, está todavía pendiente de ser cabalmente exhumada y estudiada, y tengo el convencimiento de que arrojaría reveladoras luces sobre su cultura literaria tanto como sobre la de su tiempo.