Un excompañero de colegio recuerda que Susan Sontag, que por entonces debía de tener unos 12 años, se le acercó porque quería saber si se había apuntado al programa para “niños con altas capacidades”. Cuando le respondió que sí, ella le preguntó si podía hablar con él, “porque los niños de su clase eran tan tontos que no podía hablar con ellos”. Desde entonces hasta el final de su vida, Sontag tuvo la sensación de que, mientras tuviese un igual con quien hablar, la vida seguiría valiendo la pena. La palabra clave aquí es “igual”.
Sontag nació en 1933 en Nueva York, pero se crió en los suburbios de Tucson y Los Ángeles, entre otras ciudades. Su padre murió cuando ella tenía cinco años, dejando su educación en manos de una madre indiferente, fría, guapa, alcohólica, y lo que es peor, irremediablemente burguesa. En esta nueva biografía de Benjamin Moser (Houston, 1976), Sontag. Vida y obra, el lector descubre que cuando la escritora era muy joven, pero estando ya en plena posesión del talento para las opiniones desdeñosas que la caracterizaba, tenía la sensación de que estaba “malviviendo en su propia vida”. El adjetivo “precoz” no alcanza para definir a Sontag: empezó a leer a los tres años y a escribir a los seis; acabó los estudios secundarios a los 15 y se casó con un conocido profesor universitario a los 17. Después de muchas aventuras intelectuales en las universidades de Chicago, Oxford y París, llegó a Nueva York en 1959. Se había divorciado, criaba sola a su hijo y, a sus 26 años estaba lista para reclamar un puesto en un ambiente cultural preparado para recibir a una joven crítica decidida a marcar el comienzo de “la nueva sensibilidad”, aquella que se promocionaría como una revolución de la consciencia.
Sontag adoraba la alta cultura y, no obstante, se sentía obligada a explicar a sus popes este cambio radical en la sensibilidad estadounidense. A través del ensayo crítico, su género natural, explicó una y otra vez que la práctica erudita de interpretar una abstracción a través de otra estaba obsoleta. Defendía que era la cosa en sí la que debía ser ahora objeto de atención. Los lectores serios —“serio” era una de sus palabras clave— tenían que captar los guiños de la nueva música, del nuevo arte, del nuevo apetito de experiencias directas. Tenían que conectar con la sensualidad que había en su interior para ver, oír y sentir más.
Sontag hizo del pensar una actividad emocionante, y ese fue su gran regalo al lector corriente. Los ensayos que conforman su carrera temprana —escritos hace más de 50 años— siguen vivos hoy con el amor por la intelección que latió siempre en el corazón de su obra. La lectura de Contra la interpretación (1966) sigue procurando un placer inusual, y no solo por el estímulo de la mente en funcionamiento.
Sontag hizo del pensar una actividad emocionante, y ese fue su gran regalo al lector corriente
En lo que respecta a la sensualidad innata que tanto apreciaba, curiosamente parece que la escritora anduvo desencaminada. Nunca pudo decir cuál era la diferencia entre lo que sentía realmente y lo que se suponía que debía sentir. En este aspecto, vivió con la permanente preocupación que le causaban tanto su atracción por las chicas como su propia frialdad sexual. Creo que si Sontag tardó tanto en salir del armario no fue solo por temor al estigma, sino porque, en lo que a su identidad sexual se refiere, nunca dejó de ser una novicia.
Las personas que no saben lo que sienten suelen poseer una capacidad de desinhibición que puede hacer insoportable el trato social. En el caso de Susan Sontag, la situación podía ser mortal. Miles de anécdotas cuentan que a menudo sus conversaciones empezaban con unas cuantas observaciones ligeramente insensibles que pronto podían irse agudizando hasta alcanzar un nivel de insulto demente. Moser menciona una cena en California, en 1995, en la que Sontag la tomó con un hombre que elogió un ensayo que ella había escrito hacía 30 años. ¿Es que no había leído nada más de ella? ¿Cómo podía haber dicho algo tan tonto? “No debería haberlo sacado a colación. Este hombre está intelectualmente muerto”. Y así siguió, todo porque, como ella nunca se sintió real, tampoco percibía a los demás como reales. La anécdota me da ganas de reír y de llorar. Por doloroso que fuese su comportamiento para sus víctimas, me imagino a Sontag ajena, encerrada en un aislamiento frío y duro alrededor de un corazón desesperado por conectar. La definición misma del exilio espiritual.
La cuestión de qué era real y qué irreal subyace a casi todos los temas sobre los que escribió, ya fuesen escritores o filósofos, la política o la estética, la enfermedad o la fotografía. Durante los periodos de activismo político que la llevaron a zonas de guerra reales —como Vietnam o Sarajevo— se vio enfrentada a sí misma y pudo hacer causa común con quienes compartían lo que ella sentía. Sin embargo, nada pudo inducirla —ni la guerra, ni sus nuevos amores, ni sus 30 años de batalla contra el cáncer— a enmarcar un ensayo utilizando su propia experiencia inmediata. Aunque lo que prendió la chispa de su imaginación literaria fue siempre lo abstracto más que lo concreto, fue su pasión por la experiencia en abstracto la que le proporcionó los temas con los cuales dio la gloria a una forma mucho tiempo descuidada.
Pero el poder generador del ensayo intelectual le dio la espalda al final, y entonces, desesperada por revitalizar su obra, tomó un rumbo equivocado (en mi opinión). En su juventud había escrito dos novelas, tras lo cual abandonó el género. En los 90 decidió volver a la ficción y escribió dos novelas históricas: El amante del volcán y En América. El estilo de ambas es elegante y original, a veces incluso brillante, pero en la segunda no consigue insuflar vida a las páginas. Lo que siempre había anhelado —crear arte— escapaba a su poder.
Moser transmite al lector la magnitud de las facetas de Sontag: la arrogancia, la inquietud, el alcance. Lo cual no es poca proeza.
Esta biografía es un trabajo bien hecho, entretenido, basado en una investigación admirable que ni camufla ni reprende a su personaje, sino que se esfuerza por hacer que el lector vea a Sontag como la persona extremadamente compleja que era. Pero Moser no siente cariño por ella, y esa ausencia de conexión emocional supone un grave problema. Entre el autor y el personaje –por desagradable que este sea– tiene que existir una corriente de simpatía fuerte, vibrante, incluso misteriosa si se quiere escribir una biografía notable. Y me temo que Sontag no lo es.
A lo largo de sus más de 600 páginas, Moser (autor también de una biografía de Clarice Lispector) describe todas las historias de amor de Sontag, todas las posturas intelectuales que adoptó, todos los famosos con los que entabló relación y todos los premios que recibió. Elogia a su protagonista por lo que merece ser elogiada, y la hace responsable de lo que no. Pero a menudo no consigue penetrar hasta donde nos gustaría.
Otro reparo sobre este libro es su reduccionismo psicológico. El autor vuelve una y otra vez sobre la influencia negativa de una madre alcohólica y sobre cómo la fama fue más una agresión que una gratificación que impidió que los demonios de la autora le diesen descanso. Pero también es verdad que Moser cuenta vívidamente la historia de una mujer polifacética decidida a dejar una huella en su época y transmite al lector la magnitud de esas facetas: la arrogancia, la inquietud, el alcance. Lo cual no es poca proeza.
© New York Times Book Review
Traducción: News Clips