“La culpa está hecha de la misma basura que la memoria”, dice un personaje del boliviano Rodrigo Hasbún (Cochabamba, 1981), y en esa basura escarba el narrador de Los años invisibles para confirmar que su yo adulto empezó a forjarse en una adolescencia de los noventa, protagonizada por niños bien de una ciudad latinoamericana: grunge, Jonas Mekas, un intervalo entre dos siglos, el sexo que ya está ahí cuando aún no se entiende. Más concretamente, un mes de marzo clausurado por una tragedia. Nada de lo que cuenta este libro es original. Tampoco lo es su estructura: algunos capítulos recrean aquella época en tercera persona, siguiendo a dos personajes distintos. Otros capítulos se ambientan en un momento cercano, y muestran al narrador y a uno de esos personajes, años después, reuniéndose en un bar de Houston para poner en común sus recuerdos. Una arquitectura sencilla, sin aditamentos ni digresiones, sin profundizar en sus caminos secundarios ni en nada que no sea el tono y la densidad de la evocación mediante la escritura.
Y aunque no caben grandes sorpresas en estas páginas, sí presentan tres virtudes estilísticas. La primera es la elaboración de un lenguaje común entre dos amantes de edades, orígenes y situaciones distintas, a los que Rodrigo Hasbún dota de unos diálogos gramatical y culturalmente equívocos, fantasmáticos, de una intensidad brumosa que solo cede cuando ella se convierte en vehículo de ideas explícitas, quizás demasiado bien perfiladas en su boca y en el contexto narrativo. Esas mismas ideas y su lección de vida podrían latir en el relato con mayor fuerza si emergieran con mayor naturalidad; aun así, el léxico privado de Ladislao y Joan emociona.
Lo mejor de la novela son algunos fragmentos entre aforísticos y reflexivos, y un ritmo narrativo impecable
Otro valor de Los años invisibles son algunos fragmentos entre aforísticos y reflexivos notables, como al aventurar que escribir libros de auténtica hondura depende “de la cantidad de muerte que has presenciado”, al recordar que “los que están sucios quieren ensuciar a los demás”, o al concluir que “los matrimonios son largas ceremonias de desenmascaramiento”. Sentencias que puntúan una novela (aquí viene la tercera virtud) cuyo ritmo narrativo es impecable, sin gramo de adiposidad.
Lástima de cierta artificiosidad en su estrategia de anunciar y ocultar simultáneamente el doble giro final, cargando sobre él un valor simbólico forzado que un epílogo sentimental solo subraya. La escritura y la atmósfera son, en Los años invisibles, mejores que la necesidad de ofrecer sentido y un cierre al lector de orden. O tal vez no sean límites sino equívocos en el diálogo que hemos forjado el libro y este lector. Puede ser distinto en su caso.