“Vale la pena vivir, aunque solo sea porque sin la vida no es posible leer y fantasear historias”, afirmaba un emocionado y algo afónico Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936) el 7 de diciembre de 2010 en su discurso del Nobel pronunciado en la Sala de Conciertos de Estocolmo, un muy personal elogio de la lectura y la ficción. “Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible”, concluía.
Y eso es lo que ha continuado haciendo durante esta década un Vargas Llosa cuyos méritos para obtener el mayor literario del mundo ya fueron glosados por extenso en este especial publicado al poco de producirse la noticia. Con él, se pretendió poner en su justo valor al primer Nobel en español en 20 años —en 30 ahora, tristemente—, desde que lo ganara en 1990 Octavio Paz, justo un año después de hacer lo propio Camilo José Cela.
Luis María Anson y Ricardo Senabre se ocuparon de su obra, mientras que Nadal Suau persiguió al Mario lector, Darío Villanueva al académico y Joaquín Marco y Joan Ollé entraron en dos terrenos sensibles, la Barcelona del boom y el mundo del teatro, respectivamente. Además, su hijo Álvaro, director de su campaña por la presidencia del Perú, valoró su dimensión política y social, mientras que los escritores paisanos Alonso Cueto y Bryce Echenique reivindicaban al amigo insobornable.
Pero como decíamos, la década pasada ha sido muy fructífera para el escritor peruano que, sin descuidar su género predilecto, la novela, también se ha aventurado en las más tortuosas aguas del ensayo, que comenzó a cultivar con fruición a mediados de los 90. Casi a la par que recibía el Nobel, el escritor publicó El sueño del celta, un recorrido por la ecléctica y controvertida figura del diplomático británico Roger Casement que prefiguraba sus preocupaciones por la degradación moral y cultural de la sociedad. “Detrás de la crisis financiera hay una moral degradada por la codicia. Y ésa es una forma terrible de incultura”, aseguraba entonces en conversación con El Cultural.
No hay cultura sin sociedad
En esa misma temática ahondaría un par de años después en su conocido ensayo La civilización del espectáculo, que si bien le ha valido a posteriori no pocas bromas por motivos ajenos a lo literario, ponía el dedo en la llaga de una banalización de la cultura que no ha hecho sino incrementarse desde entonces y que él mismo resumía en la frase: “Las pasarelas y la cocina están suplantando al arte y la filosofía”. Pero la preocupación por el mundo intelectual y cultural pronto se hizo algo más extensivo al conjunto de la sociedad, que el Nobel ve amenazada con graves peligros. La corrupción y hasta dónde es capaz de llegar la moral de una persona es el tema de su novela El héroe discreto, publicada en 2013.
Ya en la siguiente, Cinco esquinas, que vio la luz tres años después, Vargas Llosa carga algo más las tintas en una trama de chantaje con trasfondo político y voluntad de crítica al periodismo amarillo y a las alcantarillas del estado peruano, que discurren por un trazado sorprendentemente similar a las del terrorismo y la mafia. Y es que como ha afirmado con socarronería en más de una ocasión: “Investigo mucho para poder mentir en mis novelas”. “El poder siempre intenta poner el periodismo a su servicio”, afirmaba en conversación con El Cultural, tan radical como se estaba volviendo entonces el mundo.
Desde entonces ha sido incansable participante en todo tipo de foros en contra del nacionalismo — del que decía esto en una charla por un libro recopilatorio de sus artículos periodísticos que “no ha dado ni un solo libro legible”— y el populismo —participando en 2017 en el volumen de ensayos El estallido del populismo, coordinado por su hijo Álvaro— y en defensa del liberalismo más extensivo e integrador.
Vuelta a los orígenes
Una combativa cruzada que desembocó en su ensayo de 2018 La llamada de la tribu, un recorrido autobiográfico por su evolución intelectual y política, desde el comunismo de juventud hasta el liberalismo de madurez, en cuya presentación en España reiteraba que “la censura debe venir de la sociedad, no del poder”.
Quizá este ambiente de vuelta al pasado, de reproducción de las viejas luchas y las viejas lecturas fue lo que propició su, hasta la fecha, última novela, Tiempos recios, un relato a caballo entre historia y literatura, con ecos de sus obras más conocidas, que narra el golpe de Estado apoyado por la CIA en Guatemala, que apartó del poder al presidente Jacobo Árbenz y empujó a América Latina al comunismo. Muestra de este juego con su propia vida y obra es el titular que dejó en charla con El Cultural, “Un país no se jode en un día”, autoreferenciando su propio inicio de Conversación en La Catedral.
Ahora, hace unos meses que ha publicado una nueva mirada hacia atrás, de esas del lector ávido que es, Medio siglo con Borges, un recopilatorio de entrevistas, críticas, artículos, conferencias y ensayos sobre el argentino, un escritor a quien llama “un caso único, que no tiene imitadores” y a quien juzga “solo comparable con Quevedo, por quien sintió gran admiración".
Pero más allá de los nuevos proyectos literarios, Vargas Llosa también ha visto como estos años se le acumulaban los aniversarios de hitos pasados. Homenajes a la generación del boom, de la que es uno de los escasos supervivientes; un documental, Mario y los perros, que indaga en la creación y difícil publicación en 1962 de su primera y quizá más famosa novela, La ciudad y los perros; o los 50 años de otro icono, Conversación en La Catedral, esa charla que cambió la literatura para siempre. Incluso, para reconciliarse con el recuerdo de su enemigo íntimo Gabriel García Márquez, con quien protagonizó alguna de las más sonadas discusiones del panorama literario mundial. Y desde luego, para seguir escribiendo y cultivando ese insaciable vicio de escribir que es la seña de identidad del escribidor que llegó a ser Nobel.