Estuve por primera vez en Barajas en un diciembre frío, hace casi veinte años, durmiendo en el hotel Meliá. Tiempo después recorrí la Alameda de Osuna en infructuosas búsquedas de piso. He visitado El Capricho en otoño, que es cuando los parques y jardines son más bonitos. He recorrido Valdebebas en coche, sus avenidas vacías desde las que refulgen, a lo lejos, las luces de las pistas de despegue y aterrizaje, y por las que cruzan despreocupadamente los conejos a la caída de la tarde, cuando apenas hay tráfico. He hecho un picnic en el parque Juan Carlos I, bajo unas nubes de tormenta.
Barajas era un pueblecito agrícola como Vallecas, Hortaleza o Chamartín de la Rosa, humilde y rico en paisaje. Campos de labor hacia El Jarama y el arroyo de Rejas, la meseta de Guadalajara al fondo como un escalón marciano, la sierra hacia el norte y una impresión de inmensidad. Ese paisaje fue desapareciendo, al principio lentamente, como consecuencia de la decisión de poner allí un aeropuerto que nació pequeño y hasta elegante -el proyecto corrió a cargo del arquitecto Luis Gutiérrez Soto-. Luego, a partir de los años 80, se afianzó una herida que aún podría haberse quedado en rasguño, pues este aeropuerto se transformó en una megalópolis. Del pueblo quedó muy poco: la Plaza Mayor, porticada, que se finalizó en 1616, y se conserva parcialmente. Ha sido reformada muchas veces, y no siempre respetando la viguería de madera. Por otra parte, uno de los lados de la plaza se ha echado abajo para construir viviendas. A pesar de ello, permanece, tanto en la plaza como en los alrededores, el eco del pueblo que fue, y merece la pena tomar algo en las terrazas y admirar los imponentes cedros en torno a la fuente. Los hangares y las oficinas del aeropuerto se ven al fondo de las callecitas de alrededor de la plaza, algunas con casas bajas, añosas y humildes, con sus resonancias acogedoras: quién no ha tenido una abuela que vivía en una casa parecida en algún pueblo, incluso en la capital.
Barajas era un pueblecito agrícola como Vallecas, Hortaleza o Chamartín de la Rosa, humilde y rico en paisaje
En Barajas se coló la postmodernidad, al igual que en otros distritos necesitados de equipamientos con los que arquitectos que jugaron a ser Robert Venturi hicieron sus pinitos proyectando edificios para los que no había muchos medios: así, la Junta Municipal, que tiene enfrente la iglesia de San Pedro Apóstol, mudéjar, mil veces destruida y reconstruida, como tantas iglesias madrileñas. La torre es su elemento más brillante, alta y armónica. La ermita de Nuestra Señora de la Soledad, del siglo XVII, también luce bonita, y casi irreal por estar en mitad de una rotonda.
El parque de El Capricho es una joya y un milagro. Mandado construir por la que fuera mecenas de Goya, la duquesa de Osuna, recorrerlo es como poner un pie en el Romanticismo, o como meterse en una burbuja onírica en pleno Madrid, en un aleph gracias a la potencia metafórica de todos sus espacios, edificios y esculturas: el templete, el palacio, el obelisco, el puente de hierro, la casa de la vieja, el estanque de los cisnes… Alberga asimismo el búnker del general Miaja, que fue Estado Mayor del Ejército del Centro durante la guerra civil.
Recorrer el Parque del Capricho es como poner un pie en el Romanticismo, o como meterse en una burbuja onírica en pleno Madrid, en un aleph
El Capricho colinda con el antiguo olivar de la Hinojosa, actualmente dentro del parque Juan Carlos I. El olivar se deterioró tanto que incluso estuvo a punto de desaparecer; la decisión de construir el parque lo salvó, conteniéndolo en su interior. El Juan Carlos I tiene una escala descomunal, y el contraste derivado de estar junto a El Capricho es interesante de analizar. Ambos parques resultan antitéticos hasta el punto de que usar la misma palabra para nombrarlos a los dos genera extrañeza. El Capricho es una miniatura que representa el universo entero; el otro pretende ser un universo entero por su inmensidad que apenas representa nada: su tamaño es tal que la percepción no lo abarca, de modo que una experiencia que se prometía espléndida resulta insípida, sólo apreciable con un plano y una comprensión intelectual de las intenciones de los arquitectos. Repito: intelectual, pero no sensorial. ¿Tiene eso sentido en un parque? Mientras que El Capricho trasmite pasión por la vida y la naturaleza, el parque Juan Carlos I produce una sensación de melancolía y desvalimiento. Con todo, desde otra perspectiva, el Juan Carlos I también es un triunfo, pues significa la conquista de un lugar de esparcimiento al aire libre para todos los madrileños, amén de haber salvado el mentado olivar de su desaparición.
Las ruinas del Castillo de La Alameda, breves, bellas y misteriosas, permiten atisbar el horizonte que quizás algún día Barajas, y Madrid, recupere. El castillo se levantó en el siglo XV, cuando La Alameda era una aldea, y aunque fue defensivo, terminó convertido en un palacio renacentista. El espacio que rodean estas ruinas es aún monte expedito, como si un lugar que antaño sirvió para resistir los asedios aún cumpliera esa función protegiendo su territorio del ladrillo y la especulación.