La palabra onirismo ejemplifica la excepcionalmente avanzada y a veces dificultosa amplitud léxica de la prosa de Oliver Sacks (Londres, 1933 - Nueva York, 2015), nunca tan exigente como en este libro póstumo en el que se recopila una serie de ensayos inéditos. Entre las muchas rarezas lingüísticas del libro figuran “festinación”, “bradiquinesia”, “metanoia” y “acromatopsia”. Ocasionalmente, el autor hace una pausa para dar una definición, pero la mayoría de las veces, no. Eso es bueno. Muchos de estos términos pertenecen específicamente a la neurología, el campo de la medicina en el que Sacks era especialista, como testimonian sus habituales éxitos de ventas (El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, Con una sola pierna, El río de la conciencia o Despertares, este último adaptado al cine).
Tal vez se podría haber explicado su significado en detalle, aunque con frecuencia solo a condición de emplear un tono condescendiente. En otras palabras, esta terminología abstrusa honra al lector. Si no sabes lo que significamos, confía en que hemos sido cuidadosamente elegidos, de la misma manera que nosotros confiamos en que tú buscarás qué queremos decir, es el mensaje de los términos.
Todo en su sitio no es un buen título, especialmente porque la verdad es que los temas que contiene forman un conjunto maravillosamente dispar a pesar del meritorio esfuerzo de agruparlos por capítulos titulados “Primeros amores”, “Cuentos clínicos” y “La vida sigue”. ¿Por qué no haber dado al libro el título del ensayo ¿Hay alguien ahí fuera?, acerca de la posibilidad de la existencia de vida extraterrestre (“No está claro que la vida tenga que ‘avanzar’, que la evolución tenga que tener lugar”)? ¿O el de Verano de locura, un relato sobre la emocionante pero peligrosa euforia de una joven llamada Sally, la cual “se quiebra” en la fase maníaca de su psicosis maníaco-depresiva. Tras sermonear por la calle a desconocidos y exigir su atención, de pronto se lanza de cabeza a la corriente de vehículos, convencida de que puede hacer que se detenga con la simple fuerza de su voluntad.
En realidad, este ensayo le da a Sacks la oportunidad de tratar un problema literario verdaderamente serio, motivo de desasosiego para Michael Greenberg, padre de Sally, cuando se planteó escribir sobre la enfermedad de su hija. (Al final lo hizo, más de una década después, en unas serenas memorias tituladas Hacia el amanecer). El problema también desasosiega a Sacks: “La cuestión de ‘contar’, de publicar relatos detallados de la vida de los pacientes, de narrar sus vulnerabilidades, su enfermedad, es un asunto de gran delicadeza moral, lleno de trampas y peligros de toda de clase”.
Este dilema ético preocupa a la mayoría, si no a todos los autores de libros sobre casos médicos y psiquiátricos, ya sean profesionales o legos en la materia. En ocasiones, Sacks ha sido víctima de esta clase de críticas morales a su obra. El académico británico y activista a favor de los derechos de los discapacitados Tom Shakespeare lo llamó “el hombre que confundió a sus pacientes con una carrera literaria”. El escritor G. Thomas Couser cita al periodista Alexander Cockburn, que describió la obra de Sacks como “un circo de monstruos intelectual que invita a su público a contemplar embobado las rarezas humanas”.
La vida emerge a través de todos los escritos de Sacks. Él fue y seguirá siendo una brillante singularidad. Cuesta recordar un pasaje aburrido en su obra
Sin embargo, actualmente hay quien sostiene que nuestro gusto creciente por las historias sobre el elemento humano en la medicina y la ciencia procede, al menos en parte, del desgaste de la mitología y la religión como esquemas convincentes para entender la condición humana. O sea, que estos modernos escritores/médicos –Sacks, Atul Gawande, Daniel Kahneman, James Gleick, Jerome Groopman, Abraham Verghese, Rebecca Skloot– pueden tener algo de bardos. Buscan el sentido y la coherencia en las vidas individuales tocadas por aflicciones aleatorias y en los vertiginosos avances de la ciencia, más que en cualquier forma de divina providencia. Como afirmaba el propio Sacks, "tengo la esperanza de que la lectura de lo que escribo muestre respeto y aprecio, no el deseo de exponer o exhibir por afán de sensaciones… pero es un asunto delicado”.
Como todos los intérpretes, los que escribimos para un público lo hacemos por tres razones principales, dos de ellas nobles, la tercera algo más oscura. La primera, para compartir información y relatos que interesen, ilustren, conmuevan o entretengan a los lectores. La segunda, para ayudar a crear, a partir del silencio y la soledad, una comunidad de personas atraídas por esa información y esos relatos. Y la tercera, normalmente a un nivel inconsciente, para ganar para nosotros mismos la atención y la admiración de extraños.
Estos ensayos póstumos, de corte autobiográfico, forman un conjunto maravillosamente dispar y exento de pasajes aburridos
Así que, en efecto, los escritos de Sacks, como cualquier escrito, participan del exhibicionismo incluso envueltos en modestia y humildad. Más aún, las personas sobre las que escribe, en este y en otros libros, a menudo sufren lo que la gente “normal” puede considerar alguna clase de peculiaridad (quizá hasta extravagancia). Incluso en el primer capítulo del libro, principalmente autobiográfico, Sacks da cuenta de sus pasiones idiosincrásicas tempranas con una seriedad interpretable como un intento de normalizar sus propias obsesiones incipientes, entre ellas la natación de fondo y resistencia y la halterofilia.
El primer ensayo, Bebés de agua, cuenta la afición obsesiva de la familia Sacks por la natación, que le llevaba a nadar más de 9 kilómetros. Siendo un colegial pasó tres semanas en el pueblo escocés de Millport estudiando biología marina. Allí se dedicó a recoger las sepias que los pescadores no querían y las almacenó en cubos de agua con sal y alcohol en el sótano de la casa de un amigo, para más tarde experimentar con ellas. “Al cabo de unos días”, cuenta, “oímos ruidos sordos que salían del sótano, y cuando bajamos a investigar nos encontramos con una escena grotesca: las sepias, mal conservadas, se habían podrido y habían fermentado. Los gases producidos hicieron explotar los tarros y dispararon grandes jirones de sepia contra las paredes y el suelo”. Las explosiones y los bloqueos neurológicos siguieron fascinando a Sacks a lo largo de toda su carrera.
En el capítulo “Cuentos clínicos”, un ensayo titulado Viajes con Lowell cuenta la visita del autor a La Crete, una comunidad menonita de Canadá en la que abundaban los casos de síndrome de Tourette. Por su parte, en Almacenaje en frío las inyecciones para la tiroides devuelven a la vida activa a un paciente llamado “tío Toby” que había permanecido siete años “suspendido… en un extraño estupor helado” con la temperatura corporal 30 grados por debajo de la media humana. En el capítulo final del libro, la lente de Sacks se expande de los recuerdos y las historias clínicas a un torbellino de temas: la vida en otros planetas, su amor por los arenques (“clupeofilia”), o la búsqueda de los helechos que emergen a través de la delgada capa de tierra de los estribos de la línea férrea de Park Avenue.
La vida emerge a través de todos los escritos de Sacks. Él fue y seguirá siendo una brillante singularidad. Cuesta recordar un pasaje aburrido en su obra, o, ya puestos, una frase. Al final del libro, y muy cerca del final de su vida, en Pescado gefilte consigue otorgar a ese plato, de entre todas las cosas, un maravilloso papel estelar: “En mis últimas semanas de vida (salvo un milagro), con tantas náuseas que siento aversión por casi cualquier alimento y me cuesta tragar… he redescubierto las delicias del pescado gefilte… El pescado gefilte me acompañará cuando me vaya de esta vida, igual que me acompañó cuando llegué a ella, hace 82 años”.
© New York Times Book Review
Traducción: News Clips