Un paseo por el Madrid de Galdós exige una visita a pie del escenario urbano donde vivían los ciudadanos que poblaron sus libros y a los lugares del mundo artístico e intelectual que moldearán su arte literario. Hoy visitaremos algunos de esos espacios, vividos por él y que forman el corazón de sus novelas contemporáneas, de La desheredada (1881) a Miau (1888).
El joven Galdós de diecinueve años llegó a Madrid en setiembre de 1862. Enseguida sintió una fuerza magnética que lo atraía a la ciudad, a la vida civil, política y cultural, que jamás remitirá. Allí vivía su hermano Ignacio, y varios amigos del colegio de San Agustín de Las Palmas, que le acogieron con cariño. Le cautivó el gran teatro del mundo representado en los escasos cinco kilómetros cuadrados donde tenía lugar la vida madrileña, los estupendos edificios oficiales levantados en el centro, los políticos que peroraban en el Congreso, los teatros y sus excesos románticos, el Teatro Real donde la ópera y la música clásica empezaban a aficionar al público, y la libertad y variopinta presencia de los ciudadanos, ésos que cruzaban en todas direcciones la Puerta del Sol. Fueran serios profesionales, empleados y cesantes, carboneros, militares, manoplas y manolos, pollos peras, y mendigos, el hortera, la señora seguida por un criado cargando una cesta de mimbre llena de provisiones…
A Galdós le cautivó el gran teatro del mundo representado en los escasos cinco kilómetros cuadrados donde tenía lugar la vida madrileña
Recién llegado, Fernando le lleva paseando por la tarde desde la casa de huéspedes donde residen en la calle de las Fuentes al Café Universal, situado justo en el extremo izquierdo de la Puerta del Sol, el escenario de ese gran teatro del mundo, donde comienza la calle de Alcalá. Allí en sus mesas el joven entrará en contacto con un aspecto esencial de la democracia, las tertulias de café y el comentario de los asuntos del día bandeados en los periódicos. Casi nunca opinará, prefiriendo sacar un cuaderno y dibujar caricaturas de los tertulianos, entre otras de León y Castillo, entonces un joven orondo.
En los días siguientes se familiarizará con la calle de San Bernardo, con la Universidad Central, donde se matricula para estudiar Derecho, cumpliendo el deseo de su madre de que se hiciera abogado. Y allí conoce a sus insignes profesores, el inefable catedrático de Literatura Latina, Adolfo Camús, que enseñaba la disciplina con una pasión llena de picante que contagiará a sus alumnos, Galdós, Clarín y Menéndez Pelayo. Los nombres de otros profesores, Emilio Castelar, de Francisco Giner de los Ríos, llenan la boca de admiración de los jóvenes. El los conocerá de cerca en el Ateneo. Por las tardes, cruza la Puerta del Sol, y sube por la calle de la Montera al antiguo Ateneo, donde escuchará a las celebridades, les oirá disertar sobre esto y aquello, junto al joven Clarín, admirará el verbo seguro y pragmático de Antonio Cánovas del Castillo y la pirotecnia verbal de Castelar. Allí comienza a leer mucha prensa inglesa, The Times era su diario favorito, y también francesa, especialmente La Revue des Deux Mondes. Abandonó la carrera en el segundo año, las asignaturas propiamente de Derecho le aburrían. Le había entrado el prurito de hacerse un intelectual público, y comienza a escribir para los periódicos, reseñas musicales, sueltos políticos, incluso se hará reportero del Congreso, lugar a donde llega enseguida, desde su pensión de estudiantes en la calle del Olivo, hoy Echegaray. Apenas dos o tres manzanas separan la calle del Olivo, vía la Carrera de San Jerónimo, del Parlamento.
El apego madrileño se afianzará cuando Benito viaje a París en 1867 y en 1868, donde la profesión de novelista madura, leyendo a Balzac y a Dickens. Visitó el Panteón, la iglesia donde está enterrado uno de sus héroes, Voltaire, y la inmensa plaza de la Concordia, en la que en tiempos de la revolución la guillotina hizo rodar cabezas, le ofreció una enseñanza que le marcaría, que las manifestaciones sociales de lo divino y lo humano podían convivir. La plaza le recordó la Puerta del Sol, ese espacio de notables dimensiones que a su llegada a Madrid en 1862 cobró un aspecto similar al actual, y de las ocho calles que en ella desembocan que la llenan sin cesar de paisanos de todos los signos, donde la gente se cruzaba arriesgándose a ser atropellados por los simones o por los tranvías tirados por mulas, y que constituía el escenario urbano de la Historia patria. Allí vivió momentos que le marcaron, la famosa Noche de San Daniel, cuando los estudiantes protestaban sobre el recorte de la libertad de cátedra, la Guardia Veterana, los despejó a sablazos, y a nuestro joven le cayó algún linternazo. O el día en que vio en el mismo lugar a los sargentos que se habían sublevado contra los oficiales en el cuartel de San Gil, situado en la actual plaza de España, yendo hacia el patíbulo, y experimentó la fuerza del Estado.
Quizás al recorrer la calle del Príncipe, su corazón latía con fuerza inusitada, pues allí estaban los teatros de la Comedia y el Español donde estrenará sus obras
Madrid era, en suma, el escenario urbano de la vida civil y el lugar donde el teatro, la escritura, la música, y la pintura, en la afamada Real Academia De San Fernando, situada al lado del Café Universal. Quizás al recorrer la calle del Príncipe, su corazón latía con fuerza inusitada, pues allí estaban los teatros de la Comedia y el Español donde estrenará sus obras, y del último sería director. Cuando el cortejo fúnebre le lleve a su última morada, que partió del Ayuntamiento sito en la calle Mayor, al pasar por el Hotel París, que cerraba el extremo de la Puerta del Sol, entre la Carrera de San Jerónimo y la calle de Alcalá, la gran actriz y amiga, Margarita Xirgu se asomó a un balcón y arrojó un ramo de flores sobre el féretro del universal escritor. Un adiós simbólico que unió la belleza de un gesto emocionante en esa plaza donde Galdós sintió el latido de España y sus gentes, la Puerta del Sol.