El milagro del Prado
Recorremos el Paseo del Prado de la mano de uno de sus máximos conocedores, el escritor Andrés Trapiello
17 diciembre, 2020 08:00El Prado, como su propio nombre indica, era un prado. Seguramente varios, unos al lado de otros, propiedad del rey y luego del Concejo. Fue prado durante muchos siglos, prácticamente hasta el XVIII. A partir de entonces del Prado sólo quedó el nombre. Hoy, con tantos coches, camiones de reparto y motos subiendo y bajando a todas horas del día y de la noche, semáforos y estrépito, resulta difícil hacerse una idea de lo que fue antiguamente. Los edificios que se han construido a uno y otro lado del paseo, algunos poco bucólicos, tampoco favorecen las ensoñaciones virgilianas. En una crónica del siglo XVII se dice que aquel era lugar de charquetales. Un escritor de la época se refiere al perpetuo «clamor de ranas». Alguna vez, bajando por alguna de las calles del barrio de las Musas, me ha parecido a mí también oír las flautas de las ranas con su sonido melancólico, de la misma manera que oímos el mar en una caracola. El agua corría en invierno por los regatos que se juntaban en uno más grande, camino del Manzanares, sin que tampoco estos le fueran de gran ayuda al río. En verano esos regatos se secaban, pero el agua seguía manando de la capa freática, y formaba las charcas.
Nuestra lengua distingue entre charcos y charcas.
Con el tiempo al agua se le dio allí una forma cultivada y ornamental, y se levantaron las fuentes más bonitas de la ciudad. Dos al menos han resistido el paso de los siglos, aparte de la de Neptuno y Cibeles. Como la gente va en coche o distraída, no se fijan en ellas. Durante doscientos años esas fuentes fueron para los madrileños lo más parecido al cine, porque todo lo que se mueve de una manera acompasada y constante subyuga, lo mismo las olas de la playa que el fuego en un vivac.
Alguna vez, bajando por el barrio de las Musas, me ha parecido a mí también oír las flautas de las ranas, de la misma manera que oímos el mar en una caracola
Hasta mediados del XVIII allí no había nada más que prados, árboles y escorrentías. Por esa razón Carlos III eligió el paraje para su Jardín Botánico y el Museo de Ciencias Naturales. Un lugar tranquilo e ilustrado de observación y trabajo. El Botánico ha seguido siendo hasta hoy el arca de Noé de la flora exótica o autóctona. El museo se destinó en cambio a la custodia y exposición de las colecciones reales, y como museo de pinturas es el corazón de Madrid, y aun de España, donde la realidad late de modo más acompasado, lo que Ramón Gaya llamó «roca española» o casa del «milagro español».
En aquel tiempo el paraje era solitario y la arboleda frondosa. La gente lo adoptó como un lugar idóneo de recreo y encuentros. De los cuatro pulmones de Madrid (el Retiro, la Zarzuela, la Casa de Campo y el Prado), los madrileños eligieron como su predilecto este por dos razones: era público y estaba como quien dice al lado de cualquier parte. En muy pocos años se puso de moda y se llenó de carrozas, coches y caballeros y muchas gentes a pie. Sin distinción de edades, de sexo o de clase social. Bajaban hasta aquel hontanar sobre todo por la tarde y en los meses estivales no lo abandonaban hasta bien entrada la madrugada. Pese a que las ordenanzas municipales estorbaban las representaciones teatrales, los bailes y los espectáculos públicos, estos se celebraban; era uno de sus atractivos. De modo que durante los siglos XVIII y XIX proliferaron allí las atracciones, cicloramas y mundinovis, saltimbanquis y fieras.
En un momento del XIX el Ayuntamiento se sumó a la fiesta y empezó a cobrar, primero el uso de las sillas de quienes querían sentarse, y luego los alquileres de los chiringuitos que se fueron abriendo en él. Frente al museo se erigió un pabellón y ajardinó un trozo (destinado a los sorbetes y helados de las clases pudientes) con el nombre de Salón del Prado. Este tuvo su correlato popular a finales del XIX en los Jardines del Buen Retiro, en cuyo terreno se edificó el Palacio de Comunicaciones. Hubo allí carpas y teatros de verano, aguaduchos y pistas de baile. Polvo, calor y fritangas, candilejas y apreturas. Baroja escribió una novela, Las noches del Buen Retiro, que da cuenta de ese ambiente.
La gente lo adoptó como un lugar idóneo de recreo y durante los siglos XVIII y XIX proliferaron las atracciones, cicloramas y mundinovis, saltimbanquis y fieras
Cuando hace veinte o treinta años pudo ponerse el riego por goteo, los plátanos del Paseo pegaron un gran estirón, y pasaron de ser mesetarios a septentrionales. Hoy su porte les permite codearse con los castaños parisinos, los tilos berlineses y sus primos del Lungotevere. Entre esos árboles hay también magnolios monumentales que en junio se llenan de flores; parecen garcillas que vinieran del África y reposaran allí antes de proseguir viaje. Es uno de los momentos grandiosos de esta ciudad.
El Prado no ha perdido tampoco su original carácter tumultuario, y cada vez que en Madrid se quiere celebrar una manifestación sindical, política o deportiva la gente acude allí de modo instintivo, respondiendo a una llamada atávica. En Madrid se valora mucho pegarse unos a otros cada cierto tiempo.
Hemos visto aquí proyectos que nos parecían utópicos hace muy pocos años: el derribo de los dos scalextrics de Atocha y Cuatro Caminos, Madrid-Río, la peatonalización de Preciados y Arenal, el soterramiento del tráfico rodado en la Plaza de Oriente… Un día el Prado volverá a ser lo que fue en su origen, al menos en parte; llevarán los coches por otro sitio o los meterán en el «tubo de la risa» (ese túnel-eje Sur/Norte en el que tanto empeño puso Azaña), y se convertirá de nuevo en un lugar de recreos, en el que la gente se citará para mirar correr el agua de sus cuatro fuentes. Se oirán cantar los pájaros de nuevo y las campanadas del reloj del Banco de España se confundirán con las de los Jerónimos y San Pascual. Puede incluso que haya un alcalde providente que ponga en cada fuente una pareja de ranas con el fin de que no se pierdan la melodía de sus monótonas y melancólicas baladas ni la palabra charquetales. Loor a él.